miércoles, 18 de noviembre de 2015

Capitulo 05. Futuro



Poco tiempo pasó tras la victoria en Hl’uzhar, las heridas de Durmas fueron sanando y su cuerpo volvió a recuperar la fuerza, el ímpetu y la determinación. Su visión, latente en su alma cada día, le había dado un nuevo sentido a su vida, se sentía más seguro, más decidido y con una fuerza interior increíble.

Jarred había escuchado atónito la historia de su hijo. Mientras Durmas explicaba con detalle cada milímetro de su sueño, Jarred podía ver cómo un brillo bélico crecía en los ojos de su primogénito. Y no fue el único que le escuchó. El señor de la guerra se había tomado muy en serio lo de incluir al joven en sus filas, quizá fue por eso que el destino había llevado a un sacerdote tempusita hasta aquella ciudad, en viaje de peregrinación.

Willem, un humano ya entrado en años que había decidido utilizar lo que le restaba de vida viajando por el mundo propagando la fe del señor de la batalla, y que ni en sus más profundos sueños hubiese imaginado encontrarse allí a un elegido.

Lo acogió bajo su tutela y, a pesar de la poca predisposición de Jarred, juntos abandonaron las tierras de Belborp.
   - Estaré bien, padre. Siempre has deseado que encontrase mi camino y ahora por fin lo he hecho.
   - Lo sé hijo, es sólo que pensaba que lo encontrarías aquí…
   - Volveré para que estés orgulloso y veas en qué me he convertido.
   - Ya estoy orgulloso Durmas.

El abrazo de despedida quedó grabado en las mentes de padre e hijo. Pasarían mucho años hasta que volvieran a verse, muchos y largos años, cuando Durmas ya fuese más que adulto y su padre a penas pudiese dedicarle un suspiro más al mundo.
Pero eso es otra historia.


Los años junto a Willen pasaron raudos, sus enseñanzas fueron intensas, profundas y sacrificadas. Durmas tuvo que asimilar muchas cosas, aprender a luchar como un Tempusita, a hablar como un Tempusita, a moverse como un Tempusita.
Marcharon de pueblo en pueblo propagando juntos la fé que, poco a poco, se acomodaba con tranquilidad en el alma de Durmas y , con el tiempo, fue él el que llevaba la voz cantante y dejaba al viejo sacerdote en un segundo plano.
Quizá fue por ese ímpetu, por esa iniciativa, que Willem decidió compartir con él las plegarias sagradas que conectaban directamente con su fe.
Le enseñó qué decir, cómo decirlo y cuándo decirlo.
   - Si Tempus te cree digno, te responderá.
   - ¿Y qué sucederá cuando lo haga?
   - Eso es algo que tienes que ver por ti mismo.

Y no tardó en verlo, pues tras pocas dekhanas de rezos, de plegarias y de meditaciones, obtuvo la primera respuesta. Tempus le había rozado, le había dado un camino a seguir y ahora correspondía su fidelidad y confianza. Durmas ya no volvería a ser el guerrero, se convertiría en sacerdote, en clérigo… sería la nueva voz y los nuevos oídos del Martillo de Enemigos.

Al comienzo del vigésimo invierno que los ojos de Durmas habían visto, llegó el momento de la despedida. Los pasos de ambos sacerdotes habían llegado hasta la frontera de Puerta de Baldur. Allí, cuando el sol estaba en lo más alto, Willem se giró hacia su joven aprendiz y le sonrió por última vez.
   - La hora ha llegado, he aquí donde nuestros caminos deben separarse joven Durmas. La fe en ti es fuerte pero todo sacerdote ha de encontrar su lugar y su dominio. Puerta de Baldur es mi hogar, la vida se me escapa y aquí elijo terminarla. ¿Sabes ya dónde buscarás tu gran batalla?
   - Lo sé, maestro. Muchas historias he oído de las tierras de Amn durante nuestros viajes. Allí viajaré y comenzaré mi voto.
   - Amn es una tierra peligrosa y traicionera.
   - Entonces es el mejor lugar para mí, maestro.


Mientras el barco del puerto de Puerta de Baldur zarpaba, y Durmas le dedicaba un último adiós a su marchitado maestro, sintió por primera vez lástima por él. Los años habían sido largos y crueles, en sus ojos se veía la desgracia de haber llegado a anciano pues, como buen Tempusita, hubiese deseado morir en batalla antes que ser condenado por las arrugas, la enfermedad y la debilidad.

Al mirar hacia el océano, Durmas sintió una nueva energía en su cuerpo. ¿Qué proezas le esperaban allí en la ciudad de destino, Athkalta?

Eso, pensó mientras sonreía, sólo Tempus lo sabía.


viernes, 30 de octubre de 2015

Capitulo 04. Elegido


“Levántate”

El dolor en la cabeza y en el pecho era espantoso, sentía como si todos los huesos se hubiesen resquebrajado y cientos de astillas vagasen libres por mi interior desgarrando todo lo que encontraban.

“Levántate”

Aquella voz espectral llegó a mí como un susurro siniestro, un susurro que entró en mi cuerpo y lo recorrió sanando mis heridas. Abrí los ojos y observé mi alrededor desde el suelo. La nada me rodeaba, kilómetros y kilómetros de desierto rocoso con algunas mesetas de extrañas formas.




“¡Levántate!”

En esa ocasión el susurro fue más una orden, mi cuerpo reaccionó y me incorporé de un salto, mirando al frente con la esperanza de encontrar a la criatura que me hablaba mentalmente. Sentía el eco de aquella palabra perderse en el infinito pero sabía que sólo estaba en mi interior. Giré sobre mí mismo un par de veces y avancé sin rumbo buscando… algo.
Pero allí no había nada, sólo un mar de arenilla y roca que se desplegaba hasta más allá de donde mis ojos alcanzaban en todas direcciones.
   - ¿Dónde estoy? – me atreví a preguntar.
“En su dominio”
   - ¿Y eso qué significa?

El silencio me impacientó y seguí caminando sorteando piedras puntiagudas y escalando algunas formas rocosas hasta llegar a lo alto de una meseta donde tuve una mejor vista. Y lo que vi atravesó con fuerza mi alma y mi espíritu.
La guerra que había librado junto a mi padre en las puertas de Hl’uzhar era un juego de niños comparado con lo que allí había. Una encarnizada batalla donde el color predominante era el rojo carmesí, que bañaba todo lo que tocaba a su paso tiñendo el horizonte. Una y otra vez los combatientes caían derrotados, volvían a levantarse y al hacerlo embestían contra los que, segundos antes, eran sus aliados. Una y otra vez la lealtad era quebrantada. No existía fidelidad en tan encarnizado enfrentamiento.
Intenté apartar mis ojos de la cruenta pelea y busqué en el firmamento alguna otra cosa. Lo único que se veía era desierto, pero si se afinaba la mirada se distinguía en la lejanía una torre roja que se alzaba victoriosa.
   - ¿Dónde demonios estoy…?
“En su domino”
   - ¡¿Y eso qué significa?! – me giré buscando la voz, enojado por tanto misterio.

Sólo entonces comenzaron a formarse dos figuras que ascendían por la meseta, por el mismo camino que yo había tomado. La primera era un fornido elfo vestido con piezas de cuero manchadas de sangre, sus ojos brillaban con el conocimiento de siglos y su piel estaba llena de cicatrices. En su cinto yacían silenciosos dos estoques y en su espalda otros dos vibraban impacientes por ser desenfundados.
La segunda figura era un hombre gigantesco ataviado con armadura completa mellada y llena de sangre, seguramente debido a los miles de combates. En su mano portaba una gran hacha y la sangre corría por su filo goteando hasta el suelo. Sus brazos y sus piernas mostraban diversas heridas que lucía orgulloso y su rostro estaba cubierto por un casco cerrado. El inmenso humano se acercó hasta mi altura y señaló la batalla con el hacha. Yo volví a escuchar la voz en mi cabeza, y ahora que los tenía delante supe que el que hablaba era el elfo.
"Durmas, hijo de Jarred, éste es su domino. La guerra, la sangre, la muerte. El honor de vencer en cada victoria sólo lo saborean aquellos que lo merecen" – el humano cerró el puño frente a mi cara – "el resto son aplastados."
   - ¿Tú…? ¡¿Vos…?!

De pronto me di cuenta de lo que estaba pasando, no podía explicarlo pero era tan real como mis dieciséis años vividos. Miré a aquel inmenso humano parado frente a mí, con su gran puño metálico cerrado frente a mis ojos... El martillo de enemigos, el señor de la batalla, el Dios de la Guerra se alzaba magnánime frente a mí. Hinqué la rodilla en el suelo y agaché la cabeza mostrando todo el respeto que un Dios merecía, recordando sólo entonces que le había gritado…
"Levántate."

Aquella vez el elfo no tuvo que pedirlo dos veces, me incorporé en el acto pero no fui capaz de alzar la vista. Recordé por mis días de lectura que el gran Tempus nunca hablaba a aquellos a los que se presentaba, siempre utilizaba un guerrero caído digno de su reconocimiento para hacer de voz.
"Ha visto en su letargo tu sed y tu ansia, ha visto tu fuerza y tu anhelo, ha visto tu muerte y tu templanza. Observa ahora los guerreros eternos y responde. ¿Deseas vivir?"
   - Más que nada en este mundo… señor… - Tempus giró la cabeza hacia mí.
"¿Por qué?"
   - Yo… deseo ser un gran guerrero, librar batallas y sentir el acero en mis manos y el ardor de la batalla en mis venas – el martillo de enemigos me dio entonces la espalda y dos caballos, uno negro y otro blanco, aparecieron por la meseta.
"Entonces ve. Clama a los vientos la guerra, busca en el horizonte a los guerreros olvidados. Lucha y lábrate un destino como heraldo de la guerra. Sé uno más de sus muchos ojos y voces."

Tempus se subió a lomos del magnífico animal blanco, me dirigió una última mirada, encabritó a la bestia y corrió meseta abajo rumbo a la eterna guerra. El elfo se quedó allí conmigo, mientras el caballo negro me miraba.
   - ¿Este es…? – intenté recordar el nombre del caballo negro de Tempus, escrito en tantos manuscritos.
"Tú no eres digno de Deiros. Ninguno lo somos" – efectivamente, al fijarme más en el caballo me di cuenta de que no era tan magnífico y deslumbrante como el blanquecino que se había lanzado hacia la batalla.
   - ¿Qué debo hacer ahora? - el elfo materializó una hacha de batalla en sus manos y me la tendió
"Este es su símbolo. Pórtalo con orgullo y no permitas que su filo toque nunca el frío suelo. Alza tu voz y lleva su dogma a todo aquel que sea digno de escucharlo. Ahora levántate, Durmas hijo de Jarred" – el elfo se subió a lomos del caballo negro, lo encabritó también y dirigió las patas del animal hacia mí.

Me protegí con el hacha y cerré los ojos esperando el golpe, que fue simplemente un sonido hueco sobre mí.
“Levántate. La mano de Tempus te ha elegido”



Cuando abrí los ojos, el dolor en la cabeza regresó, la sangre en mi boca despertó un desagrado en mi estómago al saborearla y los gemidos que me rodeaban me desconcertaron. Me incorporé levemente y descubrí que estaba bajo techo, en algún templo dónde habían reunido a los heridos.
El rostro de mi padre fue lo único que reconocí entre tanta gente.
   - ¡Durmas!
   - Padre… ¿qué ha pasado?
   - ¿qué ha pasa….? ¿qué ha…? ¡Lo que ha pasado es que te di una orden muy sencilla y la desobedeciste deliberadamente!
   - Jarred, no es momento de echarle la bronca al crio – sonreí y volví a tumbarme.
   - No importa, puede reñirme…  era mi destino.
   - ¿Tú destino? Aún deliras hijo…
   - No… ahora ya sé lo que debo hacer… ahora ya sé quién soy – cerré los ojos y caí en un sueño profundo.

Mientras la consciencia se me escapaba escuché una última frase de los labios de mi padre. Una frase que me hizo sonreír aún más.

   - Duerme hijo… luego ya me explicarás de dónde has sacado ese hacha…

jueves, 22 de octubre de 2015

Capitulo 03. Batalla

Sangre y muerte eran lo único que se hallaba frente a las puertas de Hl’uzhar. Sangre que manchaba de rojo carmesí la tierra y la hierba que los diestros guerreros pisaban; muerte que se dejaba oír como un leve susurro que recorría insaciable el campo de batalla.

Uno a uno fueron cayendo, uno a uno fueron expirando su último aliento mientras sólo quedaban en pie los más duros, los más fuertes… los mejores. Y entre todo el caos, entre toda la muerte, entre los cuerpos mutilados, desgarrados, ensangrentados y deformes luchaba con valentía y esmero el joven humano de apenas 16 inviernos, un joven al que le habían prohibido ir y, sin embargo, al que agradecían que estuviese allí en ese momento.

Los ojos de Durmas y su padre se cruzaron una sola vez, suficiente para que el hijo supiese que el padre no estaba contento con su presencia, suficiente para que el padre supiese que el hijo estaba tan loco como él.
Los gritos, en ocasiones, eran ensordecedores. Tanto aliados como enemigos gritaban con fuerza en cada carga, en cada golpe y en cada herida. Durmas lanzaba su hacha con fuerza y precisión a aquellos a los que encontraba, aguantaba los golpes resguardándose bajo su escudo y se movía con inteligencia a lo largo del campo.

Encontró un zhent encapuchado que le miró serio, sin duda analizándole. Entre el barullo aquel extraño se detuvo con la parsimonia de un bloque de hielo y movió con gracilidad sus estoques en las manos. Sonrió con una frialdad y determinación escalofriante y esperó que Durmas reaccionara. El joven humano lo analizó también con toda la rapidez que pudo. Le sacaba una cabeza de altura pero los músculos marcados en su fina figura denotaban la fuerza que probablemente tendría, parecía más un muchacho que acabara de salir de la escuela que un sanguinario enemigo, pequeño y delgado… ¿un elfo quizá? Sus estoques estaban bien cuidados y el líquido rojo descendía por el filo tiñéndolo del color de la sangre, se colocó en posición defensiva y Durmas atacó.
Justo antes de alcanzarle el zhent giró sobre sí mismo, sorprendiendo a Durmas, golpeándole en la espalda con ambas armas. Sintió el filo chocar contra la armadura, frenó en seco y al girar interpuso el escudo entre él y la nueva estocada del enemigo mientras que con la otra mano lanzaba el hacha sobre el pecho del zhent, que lograba esquivarlo gracias a una destreza envidiable. Rodó por el suelo y se quedó agazapado a un par de metros de Durmas, la capucha se le deslizó hacia atrás y sus orejas puntiagudas quedaron al descubierto mientras sus ojos verdes brillaron en un destello asesino.


No muy lejos de aquella batalla, otra de igual magnitud se libraba, pues Jarred luchaba con esmero contra un semiorco que intentaba abatirlo con un inmenso espadón. El capitán de la milicia de Bulborp ridiculizaba a la enorme criatura esquivando con elegancia cada uno de sus golpes, lo que enfurecía cada vez más al semiorco que se ponía nervioso y volvía a fallar.
Y a varios metros de ellos, otros tantos milicianos combatían con orgullo y precisión mientras los zhents iban retrocediendo conscientes de que los superaban.

Sin embargo, aquel elfo no cesó en su empeño a pesar de ver cómo sus compañeros se replegaban. Sujetó con fuerza sus estoques y se abalanzó contra Durmas, pero en esa ocasión el joven estaba preparado, esquivó el ataque y golpeó con el hacha en su pecho. El elfo vio venir el arma y se protegió con los brazos, lo que le obligó a soltar ambas armas, y gimió rudo cuando el filo desgarró la carne de su brazo derecho.
Durmas sonrió, ahora el enemigo estaba herido y desarmado, pero aquel zhent era más inteligente de lo que aparentaba. Tomó carrerilla hacia Durmas, agarró mientras corría una maza ensangrentada que había en el suelo, dio un salto hacia el tronco de un árbol y se ayudó de él para abalanzarse de nuevo, desde las alturas, hacia el joven.
Sorprendido, lo único que se le ocurrió a Durmas fue protegerse con el escudo. Se agachó y colocó la protección justo sobre su cabeza en el preciso instante en que el zhent arremetía contra él. El escudo lo protegió del golpe, de ese y del siguiente… y del siguiente… y del siguiente. Durmas creyó que nunca cesaría de golpear y tras varias arremetidas se dio cuenta que el escudo empezaba a abollarse. Debía hacer algo, no podía quedarse en esa posición esperando que el elfo se cansase.
De modo que tomó una decisión. El siguiente golpe fue fuerte, cargado de rabia y de ira, cuando el elfo alzó la maza de nuevo Durmas utilizó todo el peso de su cuerpo para alzar el escudo y golpearle en la cara con él, pero el zhent fue más rápido, esquivó el movimiento y al ver a Durmas totalmente desprotegido le golpeó con un ansia cruenta en la cara, lanzándolo hacia el mismo árbol donde, momento antes, se había apoyado.

El dolor fue horrible, cuando Durmas escuchó cómo su mandíbula se fracturaba pensó que no existía dolor más profundo, pero el golpe seco en la cabeza al chocar contra el árbol fue su perdición, pues el dolor profundo le atravesó por la columna y se escapó hasta los dedos de los pies.

Cayó al suelo de cara, hundiendo el rostro en la tierra manchada de la sangre de los enemigos, de los aliados y ahora de la suya. Entonces sintió aquella maza de nuevo caer con fuerza sobre su cabeza… y el mundo se tornó negro.



jueves, 23 de julio de 2015

Capitulo 02. Destino



   - ¡¡Golpead!!
   - ¡Ha!
   - ¡¡Golpead!!
   - ¡Ha!
   - ¡¡Golpead!!
   - ¡Ha!
   - ¡¡Golpe…….. ar?? ¿Durmas?
   - ¡Señor!
   - Hijo… ¿qué haces aquí?
   - ¡Entrenar duro, señor! – el capitán de la guardia, Jarred, se agachó junto a su hijo, una criatura de siete años que llevaba enfundada una espada de madera y se había hecho una armadura con piezas rotas y desechadas por los herreros de la aldea.
   - Durmas… eres muy joven aún para alistarte – el pequeño se acercó un poco hacia su padre y bajó la voz.
   - Pero papi… puedo hacerlo – la fila de guerreros experimentados que permanecían allí sonrió con orgullo al ver tanta disposición en un niño de tan corta edad.
   - No lo dudo, hijo, pero aún eres muy… bajito – se escuchó un carraspeo y todos los guerreros se cuadraron, incluido Jarred y su hijo.
   - Vaya, ¿así que este es el pequeño valiente que va a defendernos? – su sonrisa fue amistosa. Eran fieros en la batalla y duros en la defensa, pero toda la milicia de Bulborp admiraba la valentía y entrega de Durmas.
   - General, me temó que tardará uno años en poder lucir los colores oficiales.
   - Bueno, no tiene por qué, tengo algunos trabajillos que quizá el joven Durmas esté dispuesto a hacer… por la milicia.
   - ¡Oh sí, sí! ¡Lo haré bien! – el general rió con ganas y sacó un pergamino de su zurrón.
   - Muy bien, joven, demuéstrame entonces que mereces un lugar entre estos hombres – Durmas cogió el pergamino cuando el general se lo tendió y salió corriendo de vuelta a las murallas que protegían el pueblo.
   - Perdonad a mi hijo, señor, es muy joven… no tardará en regresar para que le digáis a dónde debe llevar vuestro mensaje.
   - Eso es lo más interesante de tu hijo, Jarred, no hace falta decirle dónde ir pues él ya lo sabe.

Y así era, Durmas sabía perfectamente dónde ir cada vez que el general le daba un mensaje, sólo tenía que mirar el tipo de sello con el que firmaba y en ese instante conocía su destino. Y del mismo modo que conoció el primero, conoció todos los demás.

Los años fueron pasando con tranquilidad en la aldea de Bulborp, un pequeño pueblo en las Tierras Centrales Occidentales. La milicia mediana dejó de sorprenderse al ver al joven Durmas corretear de un lado a otro del pueblo, y la milicia humana disfrutaba de su compañía mientras él, poco a poco, iba pasando de ser un niño a ser un adolescente.
De este modo, en la víspera de su decimosexto cumpleaños, llegó la guerra. La ciudad cercana de Hl’uzhar sufría asedio de los zhents que intentaban, como muchos ilusos lo habían intentado antes, tomar la pequeña ciudad. La misiva llegó en forma de carta y la milicia humana de la aldea partió de inmediato hacia el sur de las Colinas Lejanas, dispuesta a combatir.
   - ¡No es justo!
   - No se trata de justicia, Durmas. Eres muy joven.
   - ¿Qué tiene que ver la juventud con el poder? Sabes perfectamente que soy capaz, padre.
   - Nunca he dicho lo contrario, pero tu adiestramiento aún no ha concluido y no estas listo.
   - ¿Según quién?
   - Según la ley.
   - La ley… eso tan solo es unas pocas directrices.
   - La ley es lo que hace que este pueblo siga de una pieza, si no entiendes eso entonces desde luego que no estás listo.
   - Por favor, padre, no me dejes aquí… - Jarred se giró hacia su hijo mientras tomaba el casco cobrizo y lo colocaba bajo el brazo.
    - Tu tiempo llegará, hijo.

Y así, mientras la milicia partía hacia su destino, el joven Durmas se quedó en las puertas observando cómo los guerreros iban desapareciendo en el horizonte, con el puño apretado y el fuego ardiendo en su interior, pero no era un fuego de ira o de rabia, era un fuego de deseo y de coraje… quizá también de estupidez.
Bien sabía Durmas dónde guardaba su padre la antigua armadura, y sólo por eso se atrevió a buscar la puerta oculta de su hogar, abrir el armario empotrado donde guardaba con recelo la vestimenta y quitarla de su sujeción.

Mientras se la ponía, sabía que su padre se enfadaría, sabía que le gritaría y que se llevaría un buen castigo, pero no le importaba, quería luchar, quería pelear y quería demostrar que no existía enemigo alguno en el reino que pudiese con su espíritu.
Al anochecer se escabulló de las miradas medianas y atravesó las puertas del pueblo sin ser visto. Conocía el camino a Hl’uzhar, no estaba lejos, pero tardaría algunas horas en llegar.
Caminar con la armadura de su padre era incómodo, le venían grandes algunas piezas y paraba a menudo a ajustarlas cada vez que se le descolgaban, pero finalmente llegó a la batalla, desenganchó del cinto el hacha que el armero le había regalado años atrás y observó el campo.

Sin duda era una imagen desoladora, habían muchos más cuerpos de los que pensaba, los miembros cercenados yacían a escasos metros de sus antiguos portadores y la sangre bañaba el campo, la tierra y la hierba. Los gritos de ánimo se mezclaban con los de angustia, acompañados por el clásico sonido de las armas entrechocar. Las imágenes de zhents degollando guerreros, o milicianos que defendían la ciudad arrancando las vísceras de sus contrincantes con sus armas, o incluso enemigos violando a las mujeres guerreras muertas… o no tan muertas… eran desagradables, mucho más de lo que Durmas hubiese pensado. Pero aquello no lo frenó, sabía lo que debía hacer, sentía el fuego latir en su interior y la sed de golpear.


Quizá por ello sólo sonrió y cargó contra el primero que tuvo al alcance.

martes, 14 de julio de 2015

Capitulo 01, nacimiento.



   - Vamos cielo, respira hondo, así, despacio, agarra mi mano y respira hondo…

Dicen que cuando una mujer está a punto de morir hay un brillo especial que se refleja en sus ojos, dicen que justo antes de exhalar su último aliento el brillo se intensifica y a veces la pupila queda anulada por el haz de luz que hay en su interior…

   - Venga, tienes que empujar, cielo, es importante que empujes…
   - Traedme más paños, ¡Más paños!
   - Tranquila, respira hondo, todo saldrá bien…

Dicen que a veces es el cuerpo el que se rinde antes que la mente, y que, por mucho que se intente, no hay forma alguna de convencerlo, dicen que cuando eso sucede el rojo carmesí es lo único que surge de la carne derrotada.

   - ¡¡Mas paños maldita sea!! No podré para la hemorragia…
   - No, cariño, no cierres los ojos, ábrelos, así, mírame… míram…
   - ¿Si lloras qué mierda de ayuda vas a darle? ¡¡Juro por todos los dioses que si no me traéis más paños os rebano la cabeza a todas!!
   - ¡¿Y qué propones?! ¡Nosotras estamos aquí aguantando la puerta! Si quieres los dejamos entrar y que te den paños ellos.
   - ¡Dejad de discutir, por los dioses! Vamos, cielo, no dejes de mirarme, así… respira hondo.
   - Que empuje.
   - ¿Ya? No sé si tendrá fuerzas…
   - ¡¡Que empuje!!

Dicen que cuando un niño sale del vientre de su madre la desgarra por dentro y por fuera, un dolor tan atroz y tan impotente que gritar es la única válvula de escape de ella, dicen que si todo sale bien la criatura sale como si un jabón se te escurriese de las manos, que el dolor intenso mengua y que el recién nacido llora… eso dicen, si todo sale bien…

   - Cariño, tienes que empujar, ahora ¿de acuerdo? Empuja, vamos.
   - Que no grite, si grita la oirán.
   - ¿Ni siquiera eso vas a concederle?
   - Si quieres que los bárbaros entren déjala que grite, moriremos todas o peor aún, dentro de nueve meses estarás tú en su situación. ¡Que empuje y no grite!
   - Cielo… ya has oído a la vieja gruñona… empuja cielo, pero no grites… toma, muerde este palo, muerde con fuerza… ¡Empuja!
   - Necesito más paños… esto es horrible… se desangra Irisae, se desangra… ¡que empuje!
   - ¡Eso le he dicho! Ciel…. ¿cielo? ¿Evelin? ¡¡¿EVELIN?!!
   - Se acabó, hay que abrirla.
   - ¡¿Abrirla?! ¡¿Estás loca?! ¡No lo soportará, se terminará de desangrar y morirá!
   - Ayúdame o apártate, Irisae… dadme esa daga.
   - ¡¡NO!! ¡Morirá, Kassandra! ¡¡Morirá!!
   - ¡¡Maldita sea Irisae, ya está muerta!! ……………. Dadme esa daga, ¡ahora!

Dicen que la noche de mi nacimiento fue la más roja de los últimos años, dicen que el olor a carne quemada y a sangre bañaba toda la aldea. Dicen que los bárbaros del este intentaron asediar el pueblo y que cuando entraron arremetieron contra todo lo que encontraron. Dicen que la milicia los contuvo con fuerza y aplomo. Dicen, que no entienden cómo oyeron los gritos entre tanto jaleo.

   - ¡Ah! ¡Golpean con fuerza Kassandra! ¡¡Van a entrar!!
   - ¡Moriremos todas! ¡¡Aaah!
   - ¡Silencio malditas abuelas!
   - Sácalo Kassandra, sácalo ya.
   - ¡Si no te callas no puedo! Asi… ya está… ya está…

“BOOOM”


Dicen que cuando los bárbaros encontraron al grupo de comadronas, la imagen de mi madre muerta bañada en su propia sangre los paralizó un segundo, y que ese segundo fue suficiente para que casi una decena de medianos y humanos de la milicia acabaran con sus vidas antes de que pudiesen hacer nada a las mujeres que me ayudaron a llegar a este cruel mundo.
Dicen que cuando mi padre llegó al lugar, abrazó con fuerza el cuerpo sin vida de su esposa y la lloró en silencio durante horas, mientras su sangre se mezclaba con la de los bárbaros que mi padre había derrotado fuera del pueblo.
Dicen que aquella noche murieron muchos, tanto bárbaros como milicianos, algún pueblerino y algunas reses… pero que entre tanta muerte y sangre yo fui el único que nació.

Dicen que mi padre me tomó entre sus brazos cuando su mente le obligó a soltar el cuerpo inerte de mi madre, me tomó con cariño y me besó la frente ensangrentada. Dicen que entre lágrimas me llamó Durmas, el nacido de la sangre.




Eso dicen…

lunes, 8 de junio de 2015

Capitulo 08. Final

Dicen que cuando los almendros florecen la primavera llega con ellos, dicen que es cuando los salmones consiguen llegar a la desembocadura del río y los osos pardos se dan el festín del año a costa de los agotados peces.
Dicen que sólo es en esa época cuando la nieve abandona Nevesmortas en una tregua y permite que los campos y los huertos ofrezcan sus cultivos a los cansados labradores y agricultores.

Dicen que es en esa estación cuando se ven las siete estrellas de Selune… eso dicen… yo nunca las he visto.

Dicen que si plantas semillas de amapola en una tumba cuando el frío es más duro, en primavera florecen las más hermosas y extrañas flores… eso dicen… y quise creerlo, pero la primavera casi estaba acabando y mis semillas no asomaban por el cementerio.
Ni si quiera podía darle algo así…


Habían pasado seis meses desde la batalla de Sundabar y ni un sólo día había faltado en ir a visitar aquella tumba. En casa no se hablaba del tema… nunca. Las pocas veces que se había hecho había salido corriendo y había tardado casi un día entero en regresar, de modo que  su nombre había dejado de escucharse entre nuestras paredes. Ni siquiera me había acostumbrado a la falta del ruido, sus pasos subiendo las escaleras, su risa recorriendo los pasillos… Tälasoth había vaciado el piso dónde Dardo había pasado los años y había llorado con amargura al vaciar el armario con su ropa. El olor aún impregnaba cada prenda y sin duda aquello golpeaba con fuerza el corazón ya roto.

Lo único que pude salvar fue un guante de cuero negro que enfundé en mi mano izquierda y que, por vergonzoso que suene, estuve oliendo durante semanas hasta que mi propio olor borró el suyo. El dardo plateado seguía guardado en mi bolsillo, y cada tarde que iba al cementerio lo sacaba y le daba vueltecitas entre los dedos mientras estaba allí, sentada frente a aquella tumba sin emitir el más leve sonido.
Mi madre acudió una noche, el tiempo parecía eterno y a veces se me iba el santo al cielo. Neru sonrió con cariño pero evitó mirar la lápida mientras me ayudaba a levantarme.
   - No puedes estar viniendo el resto de tu vida…
   - Vendré el tiempo que quiera venir.
   - Araya… no todos sufrimos la pérdida de igual manera… Tu padre sufre en silencio y por desgracia ya son muchos los amigos que hemos perdido… Dardo era un gran hombre pero…
   - Lo sigue siendo… - no era ya ninguna sorpresa oírme hablar de él en presente, como si siguiese entre nosotros. Me costaba horrores hablar de él en pasado, me costaba horrores aceptar que no estaba.
   - Cariño, tienes que volver al mundo real y empezar a aceptar que… - salí corriendo de nuevo hasta salir del cementerio. Escuché a Neru llamarme pero no quise frenar… no podía. Escuchar aquellas palabras haría real lo peor que me había pasado en la vida, y yo seguía creyendo firmemente que si no se hablaba de ello, si nadie lo decía en voz alta, no habría pasado.

Pero sí lo había hecho, y en el fondo de mi ser sabía que Neru tenía razón, quizá por eso no salí corriendo la noche que entré en mi cuarto y se sentó en la cama.
   - ¿Sabes? Yo conocí a tu padre en un pueblecito pequeño de Thezyr, Musgolito. Allí tienen un enclave druídico realmente hermosos y cientos de aventureros atraviesan sus puertas cada día. Pero yo no nací allí, no – sonrió y se retiró el pelo colocándolo tras la oreja – Mi hogar estaba mucho más lejos, en Cormyr. Cuando mi padre murió sentí el dolor instalarse en mi corazón y aferrarse con tanta fuerza que dos años después aún no se había ido. En esa época yo era una adolescente pero mi madre tuvo la fe en mí suficiente como para encomendarme un viaje – la miré extrañada a la par que curiosa –. Mi padre había nacido en Sundallessalar, la ciudad elfica más hermosa que podía existir, sus hogares están construidos en los árboles y es extremadamente complicado encontrarla, pues los elfos somos muy recelosos de nuestra arte – me sonrió con cariño mientras me incorporaba, mirándola atenta.
   - ¿Más hermosa que La Marca? – ella sonrió con una belleza exquisita.
   - Mi amor, La Marca Argéntea es bastante… pobre en hermosura – sonreí, sus ojos debían haber visto tantas cosas que no me extrañaba que dijese esas cosas –. Verás, cuando mi madre comprendió que permanecer en Cormyr no me hacía feliz, me ofreció una alternativa. La única forma que tenía de estar en paz conmigo misma y asimilar las locuras y desgracias que había sufrido, era viajar hasta los orígenes de mi padre, viajar a Sundallessalar. El viaje me haría madurar y visitar la tierra de mi padre, ver los lugares en los que se crió, los sitios dónde estuvo, me ayudaría a encontrar la paz que había perdido – me tocó el pecho, a la altura del corazón.
   - ¿Qué intentas decirme?
   - Que creo, mi princesa, que ha llegado el momento de que dejes este hogar, pues tu pena es tan grande y tan profunda que no encontrarás consuelo aquí – agaché la cabeza y me saqué de la manga del pijama el pequeño dardo plateado – Dardo y tu padre nacieron y crecieron en la tierra de Amn, en la ciudad de la moneda.
   - ¿La ciudad de la moneda?
   - Así es, Azkathla.
   - Pero yo no puedo irme… tengo mucho que entrenar.
   - Dardo aprendió allí todo lo que te enseñó – me estremecí al escuchar su nombre – y creo que estará encantado de ver, donde sea que esté, que has encontrado tu camino en el mismo lugar donde lo encontró él.


Hablamos durante horas sobre todas las posibilidades, pero al final decidí que tenía razón. Nada me ataba a Nevesmortas a parte de mis padres, pero todo me recordaba a él, absolutamente todo… y esa tan doloroso…
Lo peor fue conseguir la bendición de mi padre, pensé que se interpondría y se negaría en rotundo, pero se limitó a abrazarme y besarme la frente.
   - El camino que te espera es peligroso – me dijo la mañana que me marché –. Amn no es precisamente el mejor reino que puedas encontrar, aunque tampoco el más horrible. Ten cuidado y manda mensajes siempre que puedas. Cuando llegues, ves al distrito portuario, cerca de los muelles del oeste hay una pequeña casa, espero que siga allí – me sonrió –. Comiénzalo todo desde allí.







Seis meses tardé en llegar a la ciudad de la moneda, seis meses de viajes a caballo, de una única travesía en barco que me provocó cuatro días de mareos, de caminatas interminables, de historias en posadas y meditaciones interminables. Sobretodo de meditaciones interminables.
Seis meses hasta que atravesé los portones de la inmensa Azkathla y caminé por sus calles hasta llegar a aquella pequeña puerta a la que mi padre me había indicado. Una puerta que seguía allí, custodiando una casa ahora vacía. Una puerta que antaño fue abierta y cerrada infinidad de veces por aquel que me lo había dado todo.
Sonreí tocando aquel picaporte y, tras un año de la pérdida de Dardo, sentí de nuevo el pequeño dardo vibrar en mi bolsillo. Lo tomé entre mis manos y sonreí.

De alguna manera que no lograba entender, la herida se había empezado a cerrar y supe, en aquel instante extraño en el que sentí de nuevo la conexión con mi maestro, que allí, en ese preciso momento, comenzaba mi verdadero viaje.


¿Que quién soy yo?
Soy el arma en la batalla, soy la tempestad en el fulgor, soy el fuego de la guerra y el filo de la victoria. Soy la luchadora constante, la herida en la noche, el golpe de gracia, la sangre de mis aliados, de mis enemigos… de los combatientes.
¿Qué quién soy? Me llamo Araya T’haril, aprendiz de Kensái y canalizadora del ki.


Esta, es mi historia.




Y en la oscuridad de la noche, de aquella noche cuando mis dedos habían rozado aquel picaporte, lejos, muy lejos hacia el norte, en un reino llamado Marca Argentea, en una aldea de granjeros y agricultores llamada Nevesmortas, una pequeña amapola surgió de la tierra frente a una lápida. Una amapola que no se marchitaría nunca y permanecería allí por los siglos de los siglos, hasta que los dioses lo deseasen.

lunes, 25 de mayo de 2015

Capitulo 07. Tumba.

La luna iluminaba el cementerio mientras la lluvia caía copiosa sobre la tierra, la arenilla, la hierba y mi cuerpo. Habían pasado dos días desde que se había celebrado aquel funeral tan triste. Los que acudieron, jóvenes y ancianos, permanecieron en silencio mientras el clérigo de Khelembor pronunciaba la liturgia habitual. Muchos lloraron abiertamente, sólo unos pocos lo hicimos en silencio.

Cuando el sacerdote concluyó sus palabras algunos se acercaron al atril a expresar lo que sentían, hablaron de las aventuras vividas, de sus esperanzas, de sus sueños… hablaron de tantos dioses  y de tantas bendiciones que ni si quiera soy capaz de recordarlos…

Al atardecer el último de ellos había hablado, y todos y cada uno se acercaron al foso y lanzaron un poco de tierra sobre el ataúd marronáceo… todos menos yo, yo no pude.
Dos días después aún seguía allí de pie, frente a una fosa ahora cubierta, con la rosa amarilla en mi mano, una rosa que no había sido capaz de lanzar en su interior.
Dos días después aún permanecía inmóvil frente aquella lápida gris y triste. Las lágrimas habían caído por mis mejillas, precipitándose hacia el vacío hasta caer en un golpe silencioso contra el suelo, había llorado en silencio sin apartar los ojos de aquel montículo de tierra. “Vete a casa” me había dicho el sacerdote la noche del funeral, cuando vio que aún seguía allí tras tantas horas del velatorio, pero no le había hecho el menor caso. Se había quedado a mi lado hablando de la espiritualidad, del amor de los dioses y de la buena acogida que seguro había tenido en lo más alto, pero creo que desistió al ver que ni le miraba y acabó por marcharse bien entrada la madrugada.

Me sentía vacía, era increíble con qué rapidez podía vaciarse un alma, sólo habían hecho falta un par de palabras…

Mi estómago rugía protestando, mi alma y mi corazón estaban rotos pero él estaba hambriento y no iba a cesar en su intento de que me llevase algo de alimento a la boca. Dos días sin comer… qué poco sentido tenía la comida en ese momento.
No pensaba en comer, no pensaba en nada, tan sólo miraba el lugar dónde le habían enterrado, algunos granos de tierra se movían a veces por culpa del viento, desplazándose por la ladera que habían formado los sepultureros al tapar el cruel agujero.

Muchos habían muerto en la batalla de Sundabar, a algunos los habían nombrado hombres de honor, a otros les habían ascendido… no entendía de qué servía otorgar a alguien algo así una vez muerto… Muchas eran las familias que habían perdido a un ser querido… algunas a varios… y por mucho que lo intentaba no sentía ni la más mínima empatía por ellos. Mi dolor era mío, y aunque fuese cruel y egoísta, no me importaba el del resto.

La noche del segundo día, mientras la lluvia me empapaba por completo, mi carne se ponía de gallina y el estómago protestaba una vez más esperanzado, apareció Neru. Me cogió de la mano y se quedó a mi lado varias horas, sin decir nada. El calor de su piel fue reconfortante aunque no alivió ni un ápice la tristeza en mi interior. Sabía que ella también sufría, pero no tenía fuerzas para consolarla.
Pasó su brazo por mi hombro y me apretó contra ella mientras mirábamos la lápida.
   - Cariño… hace frio esta noche, mira tu piel, todo tu cuerpo está protestando – su tono era tan dulce, tan lleno de amor y pena… quizá eso fue lo que me hizo reaccionar.
Giré levemente la cabeza y la miré, sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, pero sonrió en un esfuerzo maternal. Tenía razón, hacía frio. La ropa se me había pegado al cuerpo y el frío del agua se calaba hasta los huesos.
   - Mi vida, entiendo por qué estás aquí… pero debes entrar en calor y comer algo – sabía que estaba en lo cierto y, en el fondo de mi ser, sabía que allí de pie no iba a hacer nada. No le traería de vuelta… pero era casi imposible marcharse – Araya, te necesito en casa, te necesito a mi lado - Volví a mirarla y esta vez vi la súplica en sus ojos, unos ojos tristes como los míos, reflejo de un corazón igual de roto que el mío - Tu padre te necesita a su lado…

Asentí en un sutil movimiento apartando la mirada de ella. Obligué al cuerpo a moverse y me acerqué al montículo dejando con la mano temblorosa la rosa amarilla que había llevado dos días atrás, algo marchita ya. Cuando la flor tocó la tierra las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos en un recorrido nuevamente silencioso.
Mi madre me cogió la mano y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, le di la espalda a la tumba mientras lloraba a cada paso e intentaba, todo lo estoica que podía, no derrumbarme aún más.

En la oscuridad de la noche aquella lápida se quedó sola y en silencio. Una lápida que visité cada noche durante los seis meses siguientes. Una lápida que rezaba el nombre de un hombre al que yo jamás volvería a ver, a escuchar o a sentir…


Dardo T’haril.

lunes, 18 de mayo de 2015

Capitulo 06. Sundabar.

   - ¡Replegaos maldita sea! ¡Replegaos y defended las murallas!
   - ¡Señor! Nos llegan informes de que han rodeado la ciudad e intentan entrar por la puerta sur.
   - ¡¿Y qué demonios haces aquí?! ¡Llévate a todos los que puedas y defended con vuestra vida esas puertas!
   - Señor… todos nuestros hombres están ahí fuera…

Cuando aquellos soldados miraron al exterior la imagen fue desoladora. Cientos de orcos luchaban con fiereza contra los hombres de armas de Sundabar y aquellos que habían acudido a su llamada. Los clanes se habían unido en un asedio sin precedentes y, salvo los altos cargos, nadie sabía el motivo. Los enemigos lanzaban piedras a los arqueros y las murallas, lanzaban sus armas contra los guardianes de las puertas e incluso contra sus propios compañeros en un frenesí de sangre descontrolado. Los cuerpos empezaban a amontonarse en las laderas de la montaña donde se alzaba, iluminada por la luz del amanecer, la eterna Sundabar.
   - Si derriban la puerta sur no habrá escapatoria.
   - Si nos lo permitís, general – ambos hombres se giraron al escuchar aquellas palabras. Tras ellos, un grupo de elfos enfundados en túnicas coloridas con bastones llameantes de luces mágicas los miraban eufóricos.
   - Habéis venido… gracias a los Dioses…
  - Los Dioses también han permitido este asedio, así que no les deis tanto las gracias – Dardo desenfundó dos de sus estoques - ¿A quién hay que cortarle la cabeza?
   - La puerta sur, por favor, debeis ir allí. Todos mis hombres y aquellos que acudieron tras nuestras cartas están defendiendo el Norte, pero el Sur está prácticamente abandonado. Tan sólo un par de patrullas que no creo que puedan contener mucho las hordas enemigas.
   - Entonces al Sur – todos y cada uno de los magos fueron desapareciendo ante los ojos del general, mientras los gritos de rabia y dolor volvían a embriagar su corazón.

Tälasoth cogió a Dardo por el hombro y desapareció con él. Sólo fue un segundo, pero Dardo sintió cómo su cuerpo se desvanecía y dejaba de tener consciencia de él justo antes de volver a aparecer al otro lado de las puertas del sur.
Ni siquiera hubo tiempo de pensar en lo sucedido o en lo experimentado, un orco se lanzó contra ellos con un grito desgarrador y tremendamente intimidatorio. Tälasoth dudó, pero el elfo maestro en armas se agachó quedando justo bajo el vientre del orco cuando este realizó su ataque fallido, y aprovechó el impulso del inmenso enemigo para levantarlo, lanzarlo por encima suya y dejarlo caer de espaldas. Y con la misma elegancia propia únicamente de los elfos hizo un giro  y clavó ambos estoques en el pecho del orco.
   - Veo que los años no hacen mella en ti.
   - Lo que ves es el entrenamiento y la determinación. Si dudas morirás hoy hermano.

Los ojos de Dardo brillaban con aquella intensidad de la que sólo los suyos eran capaz, aquel elfo era mucho más que un guerrero, era un maestro. No dudaba, no vacilaba, no le temblaba el puso… ni siquiera se paraba a pensar su próximo movimiento. Su acciones eran un baile más que entrenado y tan asimilado como el respirar de cada día, nada podía con él. Simplemente era invencible.

Pero Tälasoth era un hechicero, el mejor de la escuela dónde enseñaba, y el mejor que había luchado al lado de su hermano. Ël lo sabía, por eso su rostro también cambió. La sonrisa de satisfacción inundó su cara y caminó con arrogante lentitud hacia un grupo de orcos que estaban destrozando a los pobres aprendices que habían salido a defender los portones. Caminó mientras elevaba los brazos en forma de cruz y susurraba palabras que sólo los grandes arcanos conocían, y cuando la última sílaba fue exhalada, de sus manos surgieron decenas de esferas luminosas que se precipitaron mortales contra los orcos.
Los aprendices que habían sobrevivido le miraron estupefactos, pero Tälasoth ni siquiera les prestó atención.

La batalla fue larga, tremendamente larga y encarnizada. La sangre manchaba los cuerpos de los caídos y de los que seguían luchando, el rojo carmesí teñía le espesa hierba mientras los pocos orcos que quedaban en pie luchaban ahora por sobrevivir. Los arcanos destrozaban sus barreras con leves pestañeos, los arqueros acribillaban a flechas a los combatientes más grandes, y entre todo el caos la figura de un elfo se veía de vez en cuando realizando movimientos casi imposibles, cercenando miembros y acabando con rapidez con la vida de sus enemigos.

Quizá por todo ese caos nadie la vio. Quizá por todo el frenesí, por la emoción de ver que vencían, nadie se dio cuenta de su presencia. Pero allí estaba, caminando entre los que luchaban, golpeando al que se ponía en medio, con la vista fija en aquel que creía más peligroso, con la vista fija en el hechicero que más daño hacía a los suyos. Con la vista fija en Tälasoth.
Y con su misma arrogancia caminó hacia él, con la misma arrogancia alzó la mano y rugió con fuerza. Dardo fue el único que sintió aquel rugido diferente, sintió una punzada en su interior y la energía interna acumularse en sus manos. Se giró y observó atónito a aquel orco hembra, observó cómo su mano comenzaba a brillar y el estallido fue tan fuerte que los que estaba cerca de ella cayeron al suelo.

Dardo sólo reaccionó, puro instinto o pura casualidad, nunca lo supo, pero corrió hacia su hermano mientras gritaba su nombre intentando avisarle del peligro. Tälasoth dio la vuelta y vio la luz blanquecina.
   - ¡¡¡Tälasoth!!!!







De pronto dejé de respirar, abrí los ojos y me incorporé con tanta fuerza que perdí todo conocimiento de dónde estaba. Luché por aspirar algo de aire, sólo el poco que me permitiese seguir viviendo, pero nada. Agarré mi pecho y caí de la cama en un golpe seco, golpeándome la cabeza. Entonces tosí, y tras el tosido aspiré una fuerte bocanada de aire.
El dolor en el pecho era horrible, espantoso, como si mi corazón se hubiese despedazado en un instante y lo que quedaba se estuviese retorciendo de forma macabra y sádica.
Grité, grité intentando sacar el dolor fuera… pero el dolor no desapareció. Neru entró en mi habitación alarmada y me llamó asustada al verme en el suelo.
   - ¡¡Araya!! ¡¿Araya qué te pasa?! - sentí sus manos sujetarme y sus palabras llenas de amor intentando ayudar de alguna manera. Pero nada servía.


Aquel dolor, aquel fue el mayor dolor que sentí en toda mi vida.

martes, 5 de mayo de 2015

Capitulo 05. La Carta.

Pasó un año hasta que volvimos a escuchar la tenue risa de Dardo en casa. A diferencia de los años anteriores a su llegada, cuando mi padre y él se separaron y este no volvió a saber nada de él hasta el día que le conocí, Dardo sí fue mandando mensajeros con cartas sencillas que indicaban su paradero.

Por lo general escribía siempre a Tälasoth, pero en alguna ocasión el mensajero traía dos cartas. La primera que recibí empezaba con un cariñoso “¡Sé que no estás practicando!”, me hizo sonreír porque era verdad, descuidé un poco mi entrenamiento cuando se marchó, pero a raíz de esa carta me puse de nuevo enseguida con mis obligaciones.

La segunda carta que recibí me hablaba de los caminos tan extraños que estaba recorriendo, de las gentes que estaba conociendo e incluso de algún antiguo camarada con el que, milagrosamente, se había reencontrado.
Sus cartas no eran muy largas pero siempre me hablaban con cariño y en una de ellas incluso me confesó que me añoraba. Cuando leí aquellas palabras sentí mi corazón estremecerse.
   “En mi camino diario encuentro fuertes guerreros que vanaglorian sus hazañas en peleas callejeras, que alardean de batallas ganadas de forma sucia y deshonorable, y no puedo evitar pensar en lo afortunado que soy por tener una pupila tan pura y decente. Les miro y es ahí cuando me doy cuenta de lo que mucho que añoro tus ojos azules y la hermosa sonrisa que se ha adueñado de tu rostro”

Mis sentimientos por Dardo era complejos y desconcertantes, y a medida que pasaban los años se hacían más desconcertantes aún.


La noche que Dardo regresó, aguanté de nuevo las inmensas ganas de abrazarle, me quedé de pie junto a las escaleras y le dediqué una sonrisa.  Él me guiñó un ojo y abrazó con fuerza a mi padre.
Aquella fue la primera noche que dormí del tirón desde que se marchó.

Los días, las dekhanas, los meses fueron pasando, tantos y tan largos que en un abrir y cerrar de ojos cumplía los veinte sin que apenas nadie se hubiese dado cuenta. Mis viajes con Dardo se habían incrementado, le acompañaba en recorridos cortos siempre en la búsqueda del mejor aprendizaje, o de lecciones de fe.
Dardo era incondicional de la guerra. Absolutamente todo lo envolvía en el credo de la batalla, el honor y la estrategia. Me enseñó a mostrar respeto por mis enemigos y a no juzgar a ninguno de ellos por su apariencia, me enseñó a no ser impulsiva y a pensar con la cabeza mis movimientos, me enseñó a disfrutar en un combate cuerpo a cuerpo y a eliminar el miedo en mi interior… y a todas esas lecciones debíamos sumarles las de la meditación y la búsqueda del equilibrio interior. No existía el día en que no tuviéramos algo que hacer.

Creo que fue la suma de todo aquello lo que hizo que mi corazón se volviese loco. ¿Le amaba? Ni yo lo sabía, era un sentimiento tan extraño… Cuando le miraba, sonreía contenta por tenerle a mi lado. Cuando era él el que me miraba, al final me perdía en esos ojos azules tan hermosos. Cuando me tocaba, sentía cómo la fuerza recorría el lugar dónde sus dedos me habían rozado.
Se lo conté a mi madre, necesitaba exteriorizarlo de alguna manera y, en realidad, su tenue risa le quitó toda la importancia que podía tener.
   - No es amor eso que describes – me dijo – sino admiración. Dardo te está dando aquello que te completa en la vida, te empuja y te guía por un mundo desconocido, te enseña y te muestra el verdadero significado de lo que te rodea. Cuando le miras, no le ves como un hombre al que entregarías tu más preciada posesión, sino como aquel que te ha abierto los ojos y te ha mostrado la verdad.
   - Entonces, ¿por qué siento estas ganas de abrazarle o me estremezco cuando se marcha y tarda un tiempo en regresar?
   - Cariño, porque cuando alguien te importa, cuando creas un lazo fuerte con otra persona, te preocupas. ¿Crees que tu padre y yo no sentimos eso por ti? Cada vez que te has ido con él mi corazón ha estado en tensión constante hasta que habéis regresado.

Aquella conversación me ayudó más de lo que creí. No volví a estar tensa ni a sonrojarme cuando se me acercaba. Empecé a mirarle sonriendo y las veces que se daba cuenta se sorprendía y siempre me respondía con un “¿…Qué?" Yo reía y me metía con él.
Fue el mejor año desde que le conocí.


Pero entonces llegó aquella carta y lo cambió todo.


Los orcos había atacado las puertas de Sundabar, una de las ciudades del reino, relativamente cerca a nuestro hogar. Los grupos de batidores se habían adentrado en los bosques y habían encontrado campamentos y campamentos, cientos de orcos, decenas de clanes distintos que se habían unido con un único propósito.
La noche que mi padre regresó a casa de la escuela con aquella carta, ninguno dormimos. El consejo de Sundabar había enviado mensajeros a todas las poblaciones cercanas pidiendo ayuda. Los profesores de la escuela se preparaban para el viaje a través de un portal que crearían y mi padre vino a despedirse.
   - Ignoro lo que nos encontraremos allí y cuánto tiempo estaré fuera. Debéis ser fuertes y estar unidos, no tiene pinta de que vaya a ser un malentendido desafortunado…
   - Mi amor, déjame ir contigo…
   - No Neru, necesito que te quedes y cuides de Araya… necesito que estés a salvo…
   - Entonces no hay tiempo que perder, debemos partir de inmediato – Dardo se colgó las armas y mi padre le dedicó una mirada severa.
   - El mensaje era para los arcanos, Dardo.
   - El mensaje era para todo valiente que pueda y quiera enfrentarse a esas criaturas. Seré el mejor guerrero que tengan en esa maldita ciudad y se sentirán afortunados cuando me vean.
   - ¡Entonces yo también iré! – me levanté de la silla y fui hacia mi arma, pero Dardo fue tan rápido como acostumbraba y detuvo mi mano antes de que rozase la empuñadura.
   - No – su voz sonó tan tajante, tan severa… nunca pensé que una simple palabra pudiese frenarme como lo hizo.
   - Dardo, los arcanos no te dejarán entrar en la escuela.
   - ¿Y para qué diablos tengo un hermano entre ellos? Si al final no servirás para nada – él reía, pero en sus ojos había visto la preocupación – Si no me dejáis ir con vosotros soy perfectamente capaz de llegar a Sundabar caminando.
   - Está bien, está bien, pero calla ya de una vez – mi padre se giró y besó a mi madre con tanta pasión y con tanta intimidad que me dio vergüenza mirar.

Dardo salió de la casa y se puso a hacer estiramientos. Yo le seguí, me sentía incómoda mientras mis padres seguían besándose y se susurraban cosas que di gracias de no poder escuchar. Le miré y por primera vez no supe qué decirle. Él se acercó y me abrazó.
   - Perdóname, a veces olvido que ya no eres una chiquilla – dudé unos instantes pero al final le apreté con fuerza contra mí.
   - Podría ir contigo…
   - Podrías… pero si vienes me quitarás toda la diversión, niña – se separó un poco y me sonrió con dulzura, se quedó mirándome y respiró hondo mientras me acariciaba el rostro – Yo también necesito que estés a salvo, Araya… Confía en mí, y en tu padre… y por todos los dioses, ¡no llores! – sonrió de nuevo mientras limpiaba la lágrima que caía por mi mejilla.
   - No hagas ninguna estupidez, tienes mucha tendencia a hacerlas… eres lo más importante que tengo… ¡y si no vuelves te odiaré por toda la eternidad! – él sonrió como nunca lo había hecho, fue una sonrisa plena, pude ver en sus ojos cómo mis palabras le habían llegado hondo. Me besó en la frente y me abrazó de nuevo.
   - Tú también eres lo más importante, niña – se separó, chocó su frente contra la mía y me soltó –. Pero he de admitir que tu odio eterno sería algo digno de ver.
   - Dardo ¿estás listo ya?
   - Hermano, yo nací listo. Eres tú el lento, me han salido canas de esperarte.


Mi padre y mi maestro se alejaron en la oscuridad de la noche hacia la escuela de magia. Mi madre me apretó con fuerza la mano mientras los miraba alejarse, y yo me pregunté, al mirarla, si debería sentir el mismo miedo que veía reflejado en sus ojos.

martes, 28 de abril de 2015

Capitulo 04. Maestro

   - Cierra los ojos y respira hondo, así, muy bien. Respira pausadamente escuchando lo que te rodea. Escucha mi voz, escucha los pájaros, escucha el agua del río fluir con la corriente, las copas de los árboles mientras el viento los mece, las hojas secas ya en el suelo arremolinándose. Escucha todo eso e intenta sentirlo. Siente cómo mi voz se introduce en tu mente, siente la fuerza de los pájaros cada vez que baten sus alas, siente la energía del agua que avanza sin enemigo alguno, el espíritu de los árboles y la determinación del viento, siente la ligereza de esas hojas que se mueven en silencio, como si nadie las estuviese observando.

Abrí levemente un ojo y le miré. Estaba a mi lado sentado con una cara de concentración absoluta, con los ojos cerrados y las piernas cruzadas. Sí, escuchaba el río y los árboles mecerse, escuchaba a los pájaros pero no por el batir de sus alas sino por los constantes graznidos que emitían… ¿pero las hojas? Me giré buscándolas en algún punto y no las vi. Cuando devolví la mirada a mi arma, incrustada en la tierra frente a mí, sentí los ojos azules de Dardo clavarse en mi rostro.

   - ¿Esta es tu forma de sentir todas las cosa que te digo? Intento enseñarte…
   - Si, si, y yo quiero aprender, de verdad… ¿pero hojas? – volví a buscarlas con la mirada - ¿Dónde demonios hay hojas? – él se inclinó sobre mí y me dio un golpecito con el dedo en la frente.
   - Aquí dentro. Si no puedes hacer uso de la imaginación ¿para qué diablos tienes cabeza? Tu energía interior no está hecha únicamente para que sientas lo que te rodea, sino también para que sientas todo lo que podría existir. La energía es infinita Araya, es pura y fluye por todas partes. Fluye por ti, fluye por mí, por nuestras armas, por nuestra ropa, por lo que nos rodea, pero también fluye más allá del río, fluye en las ciudades más lejanas, en los guerreros caídos, los que caen en este instante y los que salen victoriosos. Fluye en la sangre de la guerra, en la fuerza de la amistad y en lo profundo del amor. Tienes que aprender a sentirlo todo, porque cuando lo hagas será tanto el poder que puedas controlar, que te convertirás en el guerrero más temido y respetado de los tiempos.
   - ¿Todo eso tengo que sentir? – sonrió con cariño.
   - Ahora parece mucho, pero es como caminar, al principio cuesta, pero una vez aprendes ya no piensas lo que debes hacer, simplemente lo haces.
   - ¿Entonces una vez lo aprenda lo haré sin más?
   - Bueno, es una forma de decirlo. Vamos, entremos en casa, se ha hecho tarde.

Asentí y recogí el arma que me había regalado hacía unas lunas, por mi decimoquinto cumpleaños, una espada bastarda con la empuñadura en cuero negro. Me alegré mucho al recibir el regalo y lo cuidaba con cariño y esmero.
Dardo preparaba un viaje a Amn, sus pasos lo llevarían durante bastante tiempo a Puerta de Baldurs, una gran ciudad en Costa de la Espada. Según él yo aún no estaba preparada para acompañarlo, pero me prometió que en su próximo viaje me llevaría.
Dardo hablaba mucho de Amn. Sobre todo de Athkatla. Tälasoth y él había nacido y crecido allí, en el distrito portuario. En aquella tierra habían comenzado sus aventuras, sus trapicheos, sus locuras, sus guerras, sus amores y desamores. Hablaba mucho de la gente, de las estructuras y de los bosques. Me contó que estuvieron fuera casi dos años que se le hicieron interminables, pues adoraba aquella región. Viajaron a Thezhir buscando nuevos retos o nuevos contactos, y allí conocieron a Neru. Mis padres se enamoraron en seguida y entonces muchas cosas cambiaron. Cuando regresaron a Athkatla las aventuras dejaron de ser tan alocadas, las luchas a muerte se convirtieron en retiradas cautelosas, el polvo y la suciedad se convirtió en paseos bajo la luna y besos entre arbustos. Sin duda, al principio Dardo había encontrado en Neru una enfermedad, pero con el tiempo, y nuevos compañeros de armas, se fue acostumbrando.
“Si alguna vez te enamoras – me dijo una noche – no cambies nunca. No dejes de ser quien eres, no sueltes tu arma ni dejes de acudir a batallas por miedo a perder aquello que amas, pues ese es nuestro mayor enemigo”

Él había amado una vez, la guerra y la sangre se la habían arrebatado, pero las pocas veces que hablaba sobre aquella mujer sus ojos brillaban con intensidad, recordando cada movimiento suyo en la batalla. La perdió, pero supo que ella había caído con honor y supo que no habría ninguna otra muerte que ella desease más.


Dardo se marchó tres días después. El sol se alzaba en el punto más alto y aún así nevaba ligeramente. Allí siempre hacía frío pero el cariño de mi maestro amenizaba hasta la peor de las tormentas. Quise correr hacia él y abrazarle, quise decirle que tuviese cuidado y que volviese pronto, que no se olvidase de mí, pero me quedé allí de pie, estoica, consciente de que aquella despedida era una prueba más de mi fuerza interior, dando vueltecitas entre los dedos a aquel dardo plateado que me había dado años atrás, mordiéndome el labio mientras su figura se difuminaba entre el blanco de la nieve y el silencio y aquellas palabras volvían a resonar en mi cabeza, haciéndome sonreír.



“No llores…”

lunes, 20 de abril de 2015

Capitulo 03. Elección.

   - Mamá – le dije a Neru mientras me arropaba - ¿Se quedará Dardo con nosotros? – ella me besó en la frente y me tapó hasta los hombros.
   - Mi ángel, los caminos de un viajero son tantos y tan cambiantes…
   - Pero a mí me gusta – sonreí y saqué el pequeño dardo plateado –, me dio esto.

Neru sonrió con cierta nostalgia mirando el dardo, yo no lo sabía entonces, pero aquel pequeño objeto tenía mucho más significado del que pensaba. Volvió a besarme en la frente y me retiró algunos mechones de la cara antes de apagar la luz y salir de mi habitación.
Pobre inocente elfa si realmente pensaba que iba a quedarme allí tumbada. En el momento en que escuché sus pasos bajar por la escalerilla, me levanté y caminé a hurtadillas hasta que pude escucharles. Al principio la voz de mi padre era una mezcla de añoranza y reproche, luego fue serenándose hasta incluso quedar apagada.
   - Podrías haber escrito o… mandar un mensajero… algo.
   - Lo sé, y creeme que lo siento, pero no he tenido unos años sencillos.
   - ¿Y tampoco un segundo para escribir a tu familia?
   - Ni siquiera sabía dónde estabas, Tälasoth.
   - Creí que habías muerto… ambos lo creímos. Te enterramos, te lloramos…
   - Siempre fuiste muy precipitado – Dardo rió un poco y su risa contagió a mi padre.
   - Sí, supongo que sí.

El olor a té de hierbabuena inundó el ambiente y los halagos por la casa o la comida hicieron desaparecer mi interés. Me dediqué a darle vueltecitas al pequeño dardo, mirándolo detenidamente mientras el brillo iluminaba mis ojos.
    - ¿Cómo entonces supiste que estábamos aquí?
   - Oh, no lo sabía, pero tenéis una hija muy curiosa – sonrió –. He de admitir que cuando pronunció nuestro apellido me sentí emocionado a la par que confuso.
   - ¿Confuso?
   - Si, bueno, no es un apellido que haya escuchado en otro lugar, así que era poco probable que fuera otra familia pero… Araya es humana  - aquello devolvió mi interés por la conversación.
   - Si, es cierto. Deseábamos un hijo pero los dioses deben habernos maldito por el pasado y, por mucho que lo intentamos nunca pudimos concebir. Araya fue un regalo, quizá por las súplicas o quizá sólo un capricho del destino. Neru la encontró en un canastro a la deriva de un pequeño río a las afueras, se fue a pescar y regresó con una hija. Avisamos a la guardia y pusimos algunos carteles, pero nadie la reclamó. Cuando nos dijeron que la mandarían a un horfanato…
   - Os la quedasteis sin más.
   - Cuanta frialdad pueden albergar aún tus palabras, Dardo T’haril – sin duda a mi madre le dolió la forma en que Dardo lo había dicho, casi como un reproche.
   - No es frialdad, mi querida Neru, sino una realidad. ¿Qué sucederá cuando la niña crezca y empiece a hacer preguntas?
   - Araya sabe todo cuanto hay que saber, nunca quisimos engañarla y en el primer instante en que preguntó se le contó la verdad. Es lista, muy lista, enseguida notó las diferencias físicas que nos separan.
   - Si, es lista… y atrevida, y  tiene un brillo en los ojos que he visto ya en otra parte.
   - ¿Qué quieres decir?
   - ¿No os habéis fijado? Es un brillo especial, un fugaz destello en sus ojos casi imperceptible por el azul tan intenso que los adorna. Podría llegar a ser increíble…
   - Ni lo sueñes.
   - ¿Por qué?
   - Esa clase de años fueron dejados atrás hace mucho, Dardo.
   - No puedes darle la espalda al pasado como si nunca hubiese ocurrido, hicimos cosas de las que no me siento orgulloso, Tälasoth, pero también hicimos grandes cosas, grandes aventuras, grandes encuentros, grandes batallas…
   - Tú tuviste grandes batallas, guerras interminables de las que jamás querías salir, tú y tu dichoso clero siempre en el centro de todo enfrentamiento mientras blandías tus armas con ese brillo del que hablas. ¿Pero qué hicimos nosotros?
   - Te vi luchar ferozmente contra tantos enemigos que no sería capaz de enumerarlos, os vi, a ambos, pelear con uñas y dientes, con armas o sin ellas, con todo lo que hubiese a vuestro alcance.
   - Eran otros tiempos, Dardo…
   - Sin embargo no has colgado tu túnica.
   - Ahora soy maestro en la escuela de la región y Neru colgó el arco hace muchos años.
   - ¿De verdad? – escuché el sonido de un silla arrastrarse y me asomé un poco por la barandilla hasta verlos. Dardo le había cogido las manos a Neru mientras ella intentaba en vano zafarse – Estas manos no son de alguien que ha destensado su más preciado objeto.
   - Suéltame…
   - Los callos, los rasguños… ¿qué le dices?¿Que te cortas cocinando?
 - Basta hermano, ya no somos niños, ya no corremos por las laderas persiguiendo trolls o salvaguardando a los desfavoridos.
   - Yo sí. Y sólo tengo sesenta años menos que tú.
   - Tälasoth… - mi madre se sentó y suspiró largamente – la verdad es que yo añoro esos tiempos…
   - Neru…
   - Sentía un poder increíble y cuando las gentes me miraban podía ver en sus ojos la admiración o el respeto. Aquí nadie nos conoce  y para ser peor muchas mujeres me llaman “La mujer del  hechicero”… es horrible – sonrió levemente –. Hace unas horas hablábamos del futuro de Araya. Tú  deseas que sea una gran arcana pero lo cierto es que a tu hija le aburre la magia, sin embargo… la he visto blandir una espada de madera y no imaginas la sonrisa en su rostro. Creo que nuestra hija fantasea con las mismas batallas que nosotros libramos hace tantos años. Ella tiene elección, Tälasoth, y por mucho que me moleste decirlo quizá Dardo tenga razón… yo sí he visto ese brillo en sus ojos. Al principio pensé en el reflejo de alguna luz, pero empecé a verlo más a menudo –miró a Dardo – es el mismo brillo que tienen los tuyos, pero más tenue, más…
   - Desentrenado – el silencio volvió a adueñarse de la habitación durante unos segundos.
   - ¿Qué propones?
   - Dejadme enseñarla.
   - Quieres que te entregue a nuestra hija para que la conviertas en….ti?
   - Más o menos, sí – les dedicó su más sincera sonrisa –. Aunque no tienes porque entregármela, así dicho hasta a mí me suena mal. Podría quedarme yo. He visto que hay algunas casas sin ocupar por la aldea y podría ser el momento de echar algunas raíces.
   - ¿Porqué no dejamos que Araya decida?

Mi padre suspiró y meneó la cabeza varias veces. Tanto Neru como Dardo permanecieron en silencio todo el tiempo que Tälasoth estuvo pensativo, sin duda buscando en su interior la respuesta adecuada. Yo cada vez estaba más nerviosa y estuve a punto de gritarle que se decidiese de una vez. Al final vi cómo sus hombros se encogían y alzaba la voz.
   - Araya, cariño, baja de las escaleras – di un respingo y me quedé petrificada en el sitio mientras mi padre se giraba con tranquilidad y me miraba –. Baja, no importa.

Bajé las escaleras muerta de la vergüenza mientras Dardo reía con suavidad. Se levantó de la silla y se acercó, acuclillándose a mi lado. Me quitó el dardo y lo giró entre los dedos con una elegancia y una destreza sorprendente.
   - ¡Es mío! – se lo quité haciéndole sonreír.
   - Araya, ¿recuerdas la noche del cobertizo?
  - ¡¿Qué noche del cobertizo?!- Tälasoth se levantó sorprendido y Dardo alzó un dedo en su dirección haciéndole callar. Nunca había visto a nadie silenciar de esa forma a mi padre.
   - ¿Araya? – asentí –. ¿Recuerdas a la mujer? – Asentí de nuevo - ¿Y la espada que cogiste? – Sentí a mi padre estremecerse y asentí nuevamente con algo de miedo –. Tranquila, no debes tener miedo. ¿Recuerdas lo que sentiste?
   - Mmmm… me picaban los dedos – sonreí y contagié la sonrisa a Dardo.
   - ¿Y qué más?
   - No sé… era como cuando tienes hambre que sientes una cosa rara en la tripa y, luego me picaba el brazo y se me puso la carne de gallina.
   - Y gristaste, ¿te acuerdas? – asentí.
   - Mmmm… pero no sé por qué, me sentía pesada y cuando grité se pasó. ¿Por qué? ¿He hecho algo malo?
   - No princesa, para nada. Lo que sentiste fue tu espíritu interior – me tocó el pecho con un dedo – la fuerza que yace en lo más profundo y escondido de tu cuerpo. Muy pocos saben de su existencia y muy pocos aprenden a controlarla.
   - ¿Para qué?
   - Para ser mejores guerreros. Dime Araya, ¿quieres eso tú? – sonreí asombrada y miré a mi padre.
   - ¿Ya no tengo que estudiar magia? – Tälasoth me dedicó una leve sonrisa derrotada.
   - Puedes hacer lo que quieras, cariño.
   - Dime entonces, ¿quieres que te enseñe?
   - ¿Y podré luchar contra dragones? ¿Liberar ciudades o encontrar tesoros? – Dardó rió.
   - Quizá con el tiempo, pero tendrás que entrenar mucho y tendrás que hacerme caso, sobretodo eso – Levantó frente a mí el dardo plateado, lo miré asombrada pues ni me había dado cuenta de cuándo me lo había vuelto a quitar –. ¿Qué me dices,  pequeña?

Asentí emocionada mientras cogía con cuidado el pequeño dardo, lo tomé con fuerza y decisión y miré al hombre que había cambiado mi vida.

Sólo entonces vi aquel brillo en sus ojos azules, un brillo cautivador que me hizo saber que Dardo era mucho más que un simple guerrero.

Seguiremos soñando

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