jueves, 19 de julio de 2012

Capitulo 02. Tiempo



En los largos años de vida que había sentido, nunca, en ninguno de ellos, hubiese apostado por despertarse así. Siempre creyó que el sudor, los temblores y el latir acelerado del pecho se deberían por algún estruendo, por alguna presión o por un dolor agudo. Pero esa noche, Reizel se despertó con el corazón en el puño debido únicamente, al silencio.

Su esposa descansaba plácidamente a su lado, acurrucada a él, como una niña indefensa que busca protección en una criatura más fuerte, como hacía su preciada y única hija en las noches frías, cuando salían más allá de la protección de la arboleda.

El chamán se deslizó con cuidado entre las sábanas, realizando movimientos lentos, muy lentos… tan lentos que las finas mantas que cubrían el cuerpo desnudo de Missara no se movieron lo más mínimo.
Se cubrió el cuerpo con la vieja túnica que utilizaba cada día, en sus rezos matinales, y se encaminó fuera de la pequeña cabaña, dando una larga bocanada de aire al pisar la hierba del exterior.

La fogata aún humeaba, único detalle perceptible ahora de la reunión realizada durante la noche. Se acercó y se agachó frente a ella. El delgado hilo de humo que se dejaba entrever aún desprendía ese olor a incienso quemado, mezclado con aloe vera, menta y jazmín. Sonrió recordando lo sucedido, lo hablado y lo discutido. Aquella arboleda rezumaba paz y tranquilidad, y el recuerdo de la decisión más difícil le golpeaba cada día.

Missara dejó de dormir a su lado durante un año entero, dejó de comer, de rezar… Hojaverde lo intentó todo, pero nada funcionó.
Al final, Reizel dedujo que el tiempo que su esposa necesitó para perdonarle, era suyo. Fue ella la que decidió cuándo terminar el luto, cuando alejar la tristeza y cuando terminar d ignorarle. La noche que ella apareció de nuevo en su puerta y le sonrió, de aquella forma que sólo ella sabía, supo que el castigo había finalizado.

No se sentía orgulloso, pero al menos los reportes de Shía los tranquilizaban. “Yo misma le entregaré un compañero que la protejera y velará por ella en todo momento. Tu hija estará a salvo, te lo prometo” Eso había dicho Hojaverde tiempo atrás… y eso había cumplido.

Shía Malvart’lik, a ojos de todos los seres vivos que podían existir, una osa de mal carácter. Eran muy pocos los que sabían a ciencia cierta cuál era su verdadera naturaleza. Hojaverde era una de ellos… y desde el día en que Isazara se marchó, él también.
Ciertamente “marcharse” no podría ser la definición a lo que sucedió… pero era algo que decidió no volver a recordar. Demasiado doloroso… demasiado cruel.

Alargó la mano hacia la tierra, tomando un poco de ella entre sus manos, sintiéndola, frotándola contra su palma. Acercó la mano sobre la hoguera, dejando que el humo pasase a través de él, y cerró los ojos.

El tiempo se detuvo entonces para él. Su cuerpo se despojó de su alma, espíritu y mente, que volaron libres como un ave… como un cuervo que sobrevolaba ciudades y bosques en busca de algo, una mancha rojiza en el tiempo, en el firmamento. Un gruñido, un grito alocado, un desgarro mortífero.
El frío al que llegó le heló las plumas, pero él continuó volando. Allí, entre los árboles, allí un destello no cuadraba con el verde y marrón del bosque. Allí una niña descansaba tranquila, con la protección de una osa que prometió cuidarla, y el calor de una hoguera.



El cuervo quiso graznar, pero ningún sonido salió de su pico. Quiso revolotear sobre aquella chiquilla, pero ella ni si quiera le veía.
Ahora estaba despierta y miraba fijamente algo… un animal… no, un hombre. Sólo tenía ojos para él, que la miraba y se comunicaba con ella por gruñidos o ronroneos, al más puro estilo animal.
Isazara se distrajo tras un pequeño animal, eso hizo sonreír al cuervo, cariñoso… paternal. El hombre silbó y la pequeña corrió a su lado tomándole de la mano.
   - Necesito las dos manos para defenderme, niña – pero ella no le soltó – Mete esto en tu cabecita, debes ser el cazador, no la presa. Mantén los sentidos siempre alerta.



Abrió los ojos a la par que la tierra tapaba el último hilo humeante, apagando así por fin la hoguera, dando muerte a un fuego consumido. Suspiró y miró las cenizas. Quizá así fuese mejor, al menos sabía que algún día, alguien se haría cargo de ella.

Reizel se irguió y miró al cielo, estirando su cuerpo castigado, ya mayor aún para ser mestizo. En su mente se crearon imágenes de su princesa riendo, correteando entre aquellos hogares como cualquier otra hija de aquel bosque. Pero bien sabía él que sus risas y sus lágrimas se perderían entre unos árboles que él jamás vería.

Lo único que soñaba era que llegase el día en que su visión le mostrase a una hija adulta. Quizá, con suerte, le mostrase el día en que Isazara regresase…

Quizá…


Se dio la vuelta y volvió a su cabaña. Missara seguía en la misma posición, aún dormida. Se tumbó a su lado y la beso en el pelo, acurrucándose, sintiendo su cuerpo cálido, su piel fina y suave. Cerró los ojos y sonrió. La imagen de su hija fue lo último que recordó antes de dormirse. La imagen de su niña pelirroja persiguiendo a un hombre, cuanto menos, peculiar.


Seguiremos soñando

Seguiremos soñando

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