Pasó un año hasta que volvimos
a escuchar la tenue risa de Dardo en casa. A diferencia de los años anteriores
a su llegada, cuando mi padre y él se separaron y este no volvió a saber nada
de él hasta el día que le conocí, Dardo sí fue mandando mensajeros con cartas
sencillas que indicaban su paradero.
Por lo general escribía
siempre a Tälasoth, pero en alguna ocasión el mensajero traía dos cartas. La
primera que recibí empezaba con un cariñoso “¡Sé que no estás practicando!”, me
hizo sonreír porque era verdad, descuidé un poco mi entrenamiento cuando se
marchó, pero a raíz de esa carta me puse de nuevo enseguida con mis
obligaciones.
La segunda carta que recibí me
hablaba de los caminos tan extraños que estaba recorriendo, de las gentes que
estaba conociendo e incluso de algún antiguo camarada con el que,
milagrosamente, se había reencontrado.
Sus cartas no eran muy largas
pero siempre me hablaban con cariño y en una de ellas incluso me confesó que me
añoraba. Cuando leí aquellas palabras sentí mi corazón estremecerse.
“En mi camino diario encuentro fuertes
guerreros que vanaglorian sus hazañas en peleas callejeras, que alardean de
batallas ganadas de forma sucia y deshonorable, y no puedo evitar pensar en lo
afortunado que soy por tener una pupila tan pura y decente. Les miro y es ahí
cuando me doy cuenta de lo que mucho que añoro tus ojos azules y la hermosa
sonrisa que se ha adueñado de tu rostro”
Mis sentimientos por Dardo era
complejos y desconcertantes, y a medida que pasaban los años se hacían más
desconcertantes aún.
La noche que Dardo regresó,
aguanté de nuevo las inmensas ganas de abrazarle, me quedé de pie junto a las
escaleras y le dediqué una sonrisa. Él
me guiñó un ojo y abrazó con fuerza a mi padre.
Aquella fue la primera noche
que dormí del tirón desde que se marchó.
Los días, las dekhanas, los
meses fueron pasando, tantos y tan largos que en un abrir y cerrar de ojos
cumplía los veinte sin que apenas nadie se hubiese dado cuenta. Mis viajes con
Dardo se habían incrementado, le acompañaba en recorridos cortos siempre en la
búsqueda del mejor aprendizaje, o de lecciones de fe.
Dardo era incondicional de la
guerra. Absolutamente todo lo envolvía en el credo de la batalla, el honor y la
estrategia. Me enseñó a mostrar respeto por mis enemigos y a no juzgar a
ninguno de ellos por su apariencia, me enseñó a no ser impulsiva y a pensar con
la cabeza mis movimientos, me enseñó a disfrutar en un combate cuerpo a cuerpo
y a eliminar el miedo en mi interior… y a todas esas lecciones debíamos
sumarles las de la meditación y la búsqueda del equilibrio interior. No existía
el día en que no tuviéramos algo que hacer.
Creo que fue la suma de todo
aquello lo que hizo que mi corazón se volviese loco. ¿Le amaba? Ni yo lo sabía,
era un sentimiento tan extraño… Cuando le miraba, sonreía contenta por tenerle
a mi lado. Cuando era él el que me miraba, al final me perdía en esos ojos
azules tan hermosos. Cuando me tocaba, sentía cómo la fuerza recorría el
lugar dónde sus dedos me habían rozado.
Se lo conté a mi madre,
necesitaba exteriorizarlo de alguna manera y, en realidad, su tenue risa le
quitó toda la importancia que podía tener.
- No es amor eso que describes – me dijo –
sino admiración. Dardo te está dando aquello que te completa en la vida, te
empuja y te guía por un mundo desconocido, te enseña y te muestra el verdadero
significado de lo que te rodea. Cuando le miras, no le ves como un hombre al
que entregarías tu más preciada posesión, sino como aquel que te ha abierto los
ojos y te ha mostrado la verdad.
- Entonces, ¿por qué siento estas ganas de
abrazarle o me estremezco cuando se marcha y tarda un tiempo en regresar?
- Cariño, porque cuando alguien te importa,
cuando creas un lazo fuerte con otra persona, te preocupas. ¿Crees que tu padre
y yo no sentimos eso por ti? Cada vez que te has ido con él mi corazón ha
estado en tensión constante hasta que habéis regresado.
Aquella conversación me ayudó
más de lo que creí. No volví a estar tensa ni a sonrojarme cuando se me
acercaba. Empecé a mirarle sonriendo y las veces que se daba cuenta se
sorprendía y siempre me respondía con un “¿…Qué?" Yo reía y me metía con él.
Fue el mejor año desde que le
conocí.
Pero entonces llegó aquella
carta y lo cambió todo.
Los orcos había atacado las
puertas de Sundabar, una de las ciudades del reino, relativamente cerca a
nuestro hogar. Los grupos de batidores se habían adentrado en los bosques y
habían encontrado campamentos y campamentos, cientos de orcos, decenas de clanes
distintos que se habían unido con un único propósito.
La noche que mi padre regresó
a casa de la escuela con aquella carta, ninguno dormimos. El consejo de
Sundabar había enviado mensajeros a todas las poblaciones cercanas pidiendo
ayuda. Los profesores de la escuela se preparaban para el viaje a través de un
portal que crearían y mi padre vino a despedirse.
- Ignoro lo que nos encontraremos allí y cuánto
tiempo estaré fuera. Debéis ser fuertes y estar unidos, no tiene pinta de que
vaya a ser un malentendido desafortunado…
- Mi amor, déjame ir contigo…
- No Neru, necesito que te quedes y cuides
de Araya… necesito que estés a salvo…
- Entonces no hay tiempo que perder, debemos
partir de inmediato – Dardo se colgó las armas y mi padre le dedicó una mirada
severa.
- El mensaje era para los arcanos, Dardo.
- El mensaje era para todo valiente que
pueda y quiera enfrentarse a esas criaturas. Seré el mejor guerrero que tengan
en esa maldita ciudad y se sentirán afortunados cuando me vean.
- ¡Entonces yo también iré! – me levanté de
la silla y fui hacia mi arma, pero Dardo fue tan rápido como acostumbraba y
detuvo mi mano antes de que rozase la empuñadura.
- No – su voz sonó tan tajante, tan severa…
nunca pensé que una simple palabra pudiese frenarme como lo hizo.
- Dardo, los arcanos no te dejarán entrar en
la escuela.
- ¿Y para qué diablos tengo un hermano entre
ellos? Si al final no servirás para nada – él reía, pero en sus ojos había
visto la preocupación – Si no me dejáis ir con vosotros soy perfectamente capaz
de llegar a Sundabar caminando.
- Está bien, está bien, pero calla ya de una
vez – mi padre se giró y besó a mi madre con tanta pasión y con tanta intimidad
que me dio vergüenza mirar.
Dardo salió de la casa y se
puso a hacer estiramientos. Yo le seguí, me sentía incómoda mientras mis padres
seguían besándose y se susurraban cosas que di gracias de no poder escuchar. Le
miré y por primera vez no supe qué decirle. Él se acercó y me abrazó.
- Perdóname, a veces olvido que ya no eres
una chiquilla – dudé unos instantes pero al final le apreté con fuerza contra
mí.
- Podría ir contigo…
- Podrías… pero si vienes me quitarás toda
la diversión, niña – se separó un poco y me sonrió con dulzura, se quedó
mirándome y respiró hondo mientras me acariciaba el rostro – Yo también
necesito que estés a salvo, Araya… Confía en mí, y en tu padre… y por todos los
dioses, ¡no llores! – sonrió de nuevo mientras limpiaba la lágrima que caía por
mi mejilla.
- No hagas ninguna estupidez, tienes mucha
tendencia a hacerlas… eres lo más importante que tengo… ¡y si no vuelves te
odiaré por toda la eternidad! – él sonrió como nunca lo había hecho, fue una
sonrisa plena, pude ver en sus ojos cómo mis palabras le habían llegado hondo.
Me besó en la frente y me abrazó de nuevo.
- Tú también eres lo más importante, niña –
se separó, chocó su frente contra la mía y me soltó –. Pero he de admitir que
tu odio eterno sería algo digno de ver.
- Dardo ¿estás listo ya?
- Hermano, yo nací listo. Eres tú el lento,
me han salido canas de esperarte.
Mi padre y mi maestro se
alejaron en la oscuridad de la noche hacia la escuela de magia. Mi madre me
apretó con fuerza la mano mientras los miraba alejarse, y yo me pregunté, al
mirarla, si debería sentir el mismo miedo que veía reflejado en sus ojos.
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