…Entonces el cuervo sobrevoló
las tierras de Toril, y sintió la libertad. Su alma se desenlazó del mundo y su
espíritu surcó los aires y los tiempos.
Lo físico se convirtió en
etéreo y la realidad pasó a ser un dibujo difuminado cuyo ojo avizor todo
alcanzaba.
Faerûn… Kara-Tur… Zakhara…
todos aquellos continentes no eran más que una mancha en la lejanía para el
ave, que los sobrevolaba en círculos una y otra vez… una y otra vez.
Nadie sabe cuánto tiempo
estuvo observando aquellas tierras, pero una noche, tras meditarlo mucho, bajó
en picado hacia el continente elegido.
Voló entre las ciudades del
desierto de Calimshán, entre los bosques del Weldath y las aguas de las
Lunshaes. Viajó hacia el Gran Glaciar y quiso atravesar el Páramo sin Fin. Recorrió Mulhorand en busca de algo que solo
él sabía, atravesó los árboles de Amtar y recorrió el camino entre El Sheír y
Túrmish.
Nada lo complacía, nada lo
llenaba, nada le hacía sentirse de nuevo vivo. El aire que respiraba se calaba
hasta los huesos, sus pulmones aspiraron y expiraron tantas veces que olvidó
que aquello no era real, pues toda su carne, todas sus plumas, todo su ser
sentía el frío del viento, el calor del sol e incluso el dolor de un estómago
vacío. Nada lo tentaba, pero todo lo acongojaba.
En el transcurso de un solo
pestañeo, se encontró de bruces con una guerra entre Dioses. Todos, los que
conocía, aquellos de los que había oído hablar, incluso aquellos que existieron
y dejaron de existir, todos estaban allí en un belicismo puro que trastornó el
mundo, la paz y todo conocimiento. La crisis de los Avatares recorrió el
continente durante dekhanas, tiempo ínfimo ante aquellos ojos amarillentos que
observaban desde las alturas.
El cuervo, pequeño y
desapercibido para los ojos de los Dioses, contempló el espectáculo deplorable
sin deseo alguno de entrometerse. Tan solo dejó al Dios supremo hacer. Tan sólo
dejó que pasase lo que debía suceder.
Entonces escuchó un llanto.
Aquel débil y melancólico
sonido provenía de tierras lejanas. Del este. Tan al este, tan lejos, que tardó
años en llegar, y a pesar de volar raudo, cada día, cada noche, parecía que
estuviese más lejos de aquel llanto.
Y cuando creyó estar cerca…
cesó. No supo por qué, pero continuó batiendo sus alas, sobrevolado árboles,
claros y ciudades enteras. Una fuerza mayor que aquel sonido lo arrastraba
ahora, lo guiaba.
Hacia el este… siempre hacia
el este.
Con el tiempo, llegó a una
ciudad.
Una pequeña de unos 1500
habitantes, cuyo recinto amurallado estaba repleto de casas de piedra con el
tejado de madera. Un bullicioso lugar en el que se intercambiaban mercancías y
su importancia había crecido tanto en los últimos tiempos que multitud de casas
se hallaban en plena construcción más allá de las murallas.
El interior era tan bullicioso
como un distrito de Aguas profundas y a todas horas había carros
yendo y viniendo a todas
partes.
El río, al que escuchó llamar
Arkhen, fluía por el interior de la ciudad y sus aguas frías y rápidas eran
utilizadas para el bien de la comunidad, tanto para el uso de un aserradero y
un molino, como para extraer peces de su cauce.
Y navegando por él podían
verse embarcaciones pertenecientes a las personas que vivían en el barrio, la
zona más sofisticada y refinada de la ciudad.
Pero al cuervo aquello no lo
sedujo y alzó el vuelo. Fue entonces cuando vio un bosque. Tan frondoso y
salvaje que le fue casi imposible penetrar en él. Si hubiese sido hombre,
hubiese tenido claro que sólo hubiese podido entrar a pie, pues los
barranquillos y colinas lo hacían peligroso y traicionero. Podría haberse
marchado igual que hizo en otros lugares… pero una terrible e incontrolable
curiosidad lo arrastró al centro justo de aquel bosque.
Sobrevoló los arbustos con
dificultad e hizo gala del camuflaje hasta llegar a su destino. Una arboleda,
pequeña , desapercibida y tranquila. Un consejo… un círculo… un hogar para los
suyos.
Se sintió en casa.
Escuchó una risa tenue al
entrar en aquella arboleda oculta en medio del bosque del Arkho, en tierra de
elfos, en tierra de Cormanthor. Y al atravesar el umbral de aquella tierra,
protegida por los druidas que la fundaron, su plumaje desapareció dando paso a
manos, piernas y carne, convirtiendose así en un hombre... en un semielfo.
La melena rojiza fue lo
primero que se dintinguió de él en la arboleda, justo antes de que una criatura
cayese desde las alturas de uno de los árboles, corriendo hacia él y
abrazándole con fuerza. Apenas una chiquilla de unos diecinueve años, que había
heredado el rojo fuego como tono de pelo, y cuyo poder druídico fluía por su
sangre de forma que nunca antes había sucedido.
Encontró a Elhanar Hojaverde
sentada presidiendo un círculo. La líder siempre había sido alegre, siempre
escuchaba al resto y aceptaba las opiniones enfrentadas. Fuerte como un roble,
así la describían todos.
A Hojaparda saliendo de la
arboleda, dedicándole una última mirada a Elhanar. Amantes olvidados y perdidos
en un bosque tan frondoso que ni siquiera ellos mismos han sabido encontrarse.
Y cuando la paz era lo único
que sentía, cuando el alivio de haber regresado a lo que sentía su hogar
palpitaba en todo su cuerpo, escuchó un grito extraño. Un grito que aullaba la
criatura más antigua y mágica de la arboleda. El Trent.
Robleviejo nunca, jamás había
despertado antes. Un suceso ancestral le robó la vida, haciéndolo descansar
eternamente. Pero aquella tarde despertó de su sueño profundo, solamente para
gritar y desgarrar el aire.
No hubo tregua, no hubo
batalla… ni siquiera hubo suceso. El semielfo se giró y tan sólo en esa
fracción de segundo encontró su hogar destruido. Los bosques del Arkho jamás
ardieron con tanta intensidad, los cuerpos de sus hermanos jamás sangraron de
tal forma, Robleviejo nunca había estado tan muerto y desnudo.
Entre gritos, sollozos y
súplicas, el semielfo tomó de nuevo forma de ave y voló hacia las alturas. Sus
lágrimas crearon una lluvia torrencial que apagó los árboles ardientes. Y allá,
en la lejanía, pudo ver cómo varios carros arrastraban las ramas taladas del
Trent sagrado, así como a aquellos grandes guerreros que habían apresado con
vida.
Quiso volar hacia ellos, quiso
arrancarles los ojos, lenta y dolorosamente. Pero algo lo detuvo a escasos
metros. Una melena rojiza acompañado de un cuerpo de mujer, que salió de
aquella caravana, sonriendo satisfecha. Una chiquilla de ojos verdes que tiempo
atrás, cuando sólo era una niña, le había llamado Padre… su niña… su preciosa y
dulce criatura.
- El tiempo no os favorece, debéis partir –
ella habló en la lengua de los hombres, una lengua que el cuervo desconocía
pero que entendió perfectamente.
- Ven con nosotros.
- Mi lugar es el bosque.
- Este ya no es tu hogar.
- Este no es el único bosque.
Les guiñó un ojo seductora y
contorneó su cuerpo, casi vendiéndose, mientras guardaba la gran suma de dinero
que había ganado.
- El trabajo está hecho.
El rojo fuego que emergió de
su cabello al girarse y enfrentar al cuervo, fue tan deslumbrante, tan intenso,
que el animal no pudo reaccionar hasta que el dardo se clavó entre sus ojos.
Un chiquillo retumbó en su
cabeza, una fuerza superior lo arrastró a un abismo, y en la oscuridad de la
nada el frío, la lluvia, el aire, el oxígeno desaparecieron para dar paso al
incienso y la paz.
En la oscuridad de la nada
abrió los ojos, blancos como el orbe lunar en su máximo esplendor, y esperó a
que recobrasen su color cobrizo, apenados.
Allí, en la protección de su
tienda, el semielfo miró al frente, dónde unos ojos mucho más asustados que los
suyos le miraban penetrantes. Él negó con la cabeza. Nunca había deseado ese
don… nunca había deseado las visiones… mucho menos cuando eran buscadas… mucho
menos cuando hablaban de su hija… pero aún menos cuando la misma visión se
repetía una y otra vez.
- Reizel… sabes lo que hay que hacer – el susurro
de la lengua silvana se escuchó en aquella tienda.
- Sólo tiene diez años, Hojaverde… ni
siquiera sabes si sucederá realmente…
- ¿Cuándo han fallado tus visiones? ¿Cuándo
has errado en alguna predicción? Yo responderé… nunca.
- Sólo tiene diez años…
- Y quizá gracias a eso la salvemos. Quizá
en un mundo dónde no conozca la codicia se convierta en algo mejor que esa… -
acalló sus palabras pues nada grato iba a decir. Reizel frunció el ceño y se
apretó la sien.
Fuera, se escuchó el chillido
juguetón de una niña pequeña, cuya melena rojiza estaba enmarañada y cuyas
ropas habían dejado de relucir por culpa de la tierra y las hojas que las
manchaban.
- No puedo pedirle a Missara que se la
lleve… no puedes pedirme que la eche… es mi hija…
- No dejará de serlo, Reizel, pero debes
entender. El Gran Padre la protegerá en su seno, la convertirá en una gran
mujer, digna de regresar junto a nosotros. Cuando su mente inmadura haya
adquirido aquello de lo que ahora carece… aquello que evitará que sea
corrompida.
- Hojaverde… por favor…
- Reizel… la decisión no debe debatirse. La
visión lo ha proclamado. La predicción está hecha.
- ¿Qué te hace pensar que no es exactamente
por esto por lo que acaba…?
- ¿Traicionando a su pueblo? – Reizel señaló
fuera de la tienda.
- ¡Mírala, por los cielos! ¿Crees que ahí
fuera, sola, no será más fácilmente corrompible? – Hojaverde guardó silencio
unos segundos, pensativa – Piénsalo, por favor… no deseo restarte autoridad
pero… te lo suplico… es tan sólo una niña pequeña que apenas ha comenzado a
vivir… morirá ahí fuera antes de que nos demos cuenta – la líder alzó una mano.
- Es posible… quizá tengas razón, pero no
arriesgaré la seguridad de mi arboleda. Sé que es tu hija… y por eso no se irá
sola. Yo misma le entregaré un compañero que la protejera y velará por ella en
todo momento. Tu hija estará a salvo, te lo prometo. Hasta que cumpla veinte
años y pueda regresar.
- Elhanar… de nuevo te suplico… - ella alzó
una mano exigiendo silencio.
El semielfo la miró
horrorizado, sabía cuales sería sus próximas palabras y no las deseaba, no
podría soportarlas. En la mirada de Hojaverde pudo ver la punzada de dolor,
ella tampoco deseaba hacerlo, pero era su obligación. Como líder y protectora.
Cerró los ojos y separó los
labios… sentenciando.
- Isazara debe irse.