Dicen que cuando los almendros
florecen la primavera llega con ellos, dicen que es cuando los salmones
consiguen llegar a la desembocadura del río y los osos pardos se dan el festín
del año a costa de los agotados peces.
Dicen que sólo es en esa época
cuando la nieve abandona Nevesmortas en una tregua y permite que los campos y
los huertos ofrezcan sus cultivos a los cansados labradores y agricultores.
Dicen que es en esa estación
cuando se ven las siete estrellas de Selune… eso dicen… yo nunca las he visto.
Dicen que si plantas semillas
de amapola en una tumba cuando el frío es más duro, en primavera florecen las
más hermosas y extrañas flores… eso dicen… y quise creerlo, pero la primavera
casi estaba acabando y mis semillas no asomaban por el cementerio.
Ni si quiera podía darle algo
así…
Habían pasado seis meses desde
la batalla de Sundabar y ni un sólo día había faltado en ir a visitar aquella
tumba. En casa no se hablaba del tema… nunca. Las pocas veces que se había
hecho había salido corriendo y había tardado casi un día entero en regresar, de
modo que su nombre había dejado de
escucharse entre nuestras paredes. Ni siquiera me había acostumbrado a la falta
del ruido, sus pasos subiendo las escaleras, su risa recorriendo los pasillos…
Tälasoth había vaciado el piso dónde Dardo había pasado los años y había
llorado con amargura al vaciar el armario con su ropa. El olor aún impregnaba
cada prenda y sin duda aquello golpeaba con fuerza el corazón ya roto.
Lo único que pude salvar fue
un guante de cuero negro que enfundé en mi mano izquierda y que, por vergonzoso
que suene, estuve oliendo durante semanas hasta que mi propio olor borró el
suyo. El dardo plateado seguía guardado en mi bolsillo, y cada tarde que iba al
cementerio lo sacaba y le daba vueltecitas entre los dedos mientras estaba
allí, sentada frente a aquella tumba sin emitir el más leve sonido.
Mi madre acudió una noche, el
tiempo parecía eterno y a veces se me iba el santo al cielo. Neru sonrió con
cariño pero evitó mirar la lápida mientras me ayudaba a levantarme.
- No puedes estar viniendo el resto de tu
vida…
- Vendré el tiempo que quiera venir.
- Araya… no todos sufrimos la pérdida de
igual manera… Tu padre sufre en silencio y por desgracia ya son muchos los
amigos que hemos perdido… Dardo era un gran hombre pero…
- Lo sigue siendo… - no era ya ninguna
sorpresa oírme hablar de él en presente, como si siguiese entre nosotros. Me
costaba horrores hablar de él en pasado, me costaba horrores aceptar que no
estaba.
- Cariño, tienes que volver al mundo real y
empezar a aceptar que… - salí corriendo de nuevo hasta salir del cementerio.
Escuché a Neru llamarme pero no quise frenar… no podía. Escuchar aquellas
palabras haría real lo peor que me había pasado en la vida, y yo seguía creyendo
firmemente que si no se hablaba de ello, si nadie lo decía en voz alta, no habría
pasado.
Pero sí lo había hecho, y en
el fondo de mi ser sabía que Neru tenía razón, quizá por eso no salí corriendo
la noche que entré en mi cuarto y se sentó en la cama.
- ¿Sabes? Yo conocí a tu padre en un
pueblecito pequeño de Thezyr, Musgolito. Allí tienen un enclave druídico
realmente hermosos y cientos de aventureros atraviesan sus puertas cada día.
Pero yo no nací allí, no – sonrió y se retiró el pelo colocándolo tras la oreja
– Mi hogar estaba mucho más lejos, en Cormyr. Cuando mi padre murió sentí el
dolor instalarse en mi corazón y aferrarse con tanta fuerza que dos años
después aún no se había ido. En esa época yo era una adolescente pero mi madre
tuvo la fe en mí suficiente como para encomendarme un viaje – la miré extrañada
a la par que curiosa –. Mi padre había nacido en Sundallessalar, la ciudad
elfica más hermosa que podía existir, sus hogares están construidos en los
árboles y es extremadamente complicado encontrarla, pues los elfos somos muy
recelosos de nuestra arte – me sonrió con cariño mientras me incorporaba,
mirándola atenta.
- ¿Más hermosa que La Marca? – ella sonrió
con una belleza exquisita.
- Mi amor, La Marca Argéntea es bastante…
pobre en hermosura – sonreí, sus ojos debían haber visto tantas cosas que no me
extrañaba que dijese esas cosas –. Verás, cuando mi madre comprendió que
permanecer en Cormyr no me hacía feliz, me ofreció una alternativa. La única
forma que tenía de estar en paz conmigo misma y asimilar las locuras y
desgracias que había sufrido, era viajar hasta los orígenes de mi padre, viajar
a Sundallessalar. El viaje me haría madurar y visitar la tierra de mi padre,
ver los lugares en los que se crió, los sitios dónde estuvo, me ayudaría a
encontrar la paz que había perdido – me tocó el pecho, a la altura del corazón.
- ¿Qué intentas decirme?
- Que creo, mi princesa, que ha llegado el
momento de que dejes este hogar, pues tu pena es tan grande y tan profunda que
no encontrarás consuelo aquí – agaché la cabeza y me saqué de la manga del
pijama el pequeño dardo plateado – Dardo y tu padre nacieron y crecieron en la
tierra de Amn, en la ciudad de la moneda.
- ¿La ciudad de la moneda?
- Así es, Azkathla.
- Pero yo no puedo irme… tengo mucho que
entrenar.
- Dardo aprendió allí todo lo que te enseñó
– me estremecí al escuchar su nombre – y creo que estará encantado de ver,
donde sea que esté, que has encontrado tu camino en el mismo lugar donde lo
encontró él.
Hablamos durante horas sobre
todas las posibilidades, pero al final decidí que tenía razón. Nada me ataba a
Nevesmortas a parte de mis padres, pero todo me recordaba a él, absolutamente
todo… y esa tan doloroso…
Lo peor fue conseguir la
bendición de mi padre, pensé que se interpondría y se negaría en rotundo, pero
se limitó a abrazarme y besarme la frente.
- El camino que te espera es peligroso – me
dijo la mañana que me marché –. Amn no es precisamente el mejor reino que
puedas encontrar, aunque tampoco el más horrible. Ten cuidado y manda mensajes
siempre que puedas. Cuando llegues, ves al distrito portuario, cerca de los
muelles del oeste hay una pequeña casa, espero que siga allí – me sonrió –.
Comiénzalo todo desde allí.
Seis meses tardé en llegar a
la ciudad de la moneda, seis meses de viajes a caballo, de una única travesía
en barco que me provocó cuatro días de mareos, de caminatas interminables, de
historias en posadas y meditaciones interminables. Sobretodo de meditaciones
interminables.
Seis meses hasta que atravesé
los portones de la inmensa Azkathla y caminé por sus calles hasta llegar a
aquella pequeña puerta a la que mi padre me había indicado. Una puerta que
seguía allí, custodiando una casa ahora vacía. Una puerta que antaño fue
abierta y cerrada infinidad de veces por aquel que me lo había dado todo.
Sonreí tocando aquel picaporte
y, tras un año de la pérdida de Dardo, sentí de nuevo el pequeño dardo vibrar
en mi bolsillo. Lo tomé entre mis manos y sonreí.
De alguna manera que no
lograba entender, la herida se había empezado a cerrar y supe, en aquel
instante extraño en el que sentí de nuevo la conexión con mi maestro, que allí,
en ese preciso momento, comenzaba mi verdadero viaje.
¿Que quién soy yo?
Soy el arma en la batalla, soy
la tempestad en el fulgor, soy el fuego de la guerra y el filo de la victoria.
Soy la luchadora constante, la herida en la noche, el golpe de gracia, la
sangre de mis aliados, de mis enemigos… de los combatientes.
¿Qué quién soy? Me llamo Araya
T’haril, aprendiz de Kensái y canalizadora del ki.
Esta, es mi historia.
Y en la oscuridad de la noche,
de aquella noche cuando mis dedos habían rozado aquel picaporte, lejos, muy
lejos hacia el norte, en un reino llamado Marca Argentea, en una aldea de
granjeros y agricultores llamada Nevesmortas, una pequeña amapola surgió de la
tierra frente a una lápida. Una amapola que no se marchitaría nunca y
permanecería allí por los siglos de los siglos, hasta que los dioses lo
deseasen.
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