lunes, 18 de mayo de 2015

Capitulo 06. Sundabar.

   - ¡Replegaos maldita sea! ¡Replegaos y defended las murallas!
   - ¡Señor! Nos llegan informes de que han rodeado la ciudad e intentan entrar por la puerta sur.
   - ¡¿Y qué demonios haces aquí?! ¡Llévate a todos los que puedas y defended con vuestra vida esas puertas!
   - Señor… todos nuestros hombres están ahí fuera…

Cuando aquellos soldados miraron al exterior la imagen fue desoladora. Cientos de orcos luchaban con fiereza contra los hombres de armas de Sundabar y aquellos que habían acudido a su llamada. Los clanes se habían unido en un asedio sin precedentes y, salvo los altos cargos, nadie sabía el motivo. Los enemigos lanzaban piedras a los arqueros y las murallas, lanzaban sus armas contra los guardianes de las puertas e incluso contra sus propios compañeros en un frenesí de sangre descontrolado. Los cuerpos empezaban a amontonarse en las laderas de la montaña donde se alzaba, iluminada por la luz del amanecer, la eterna Sundabar.
   - Si derriban la puerta sur no habrá escapatoria.
   - Si nos lo permitís, general – ambos hombres se giraron al escuchar aquellas palabras. Tras ellos, un grupo de elfos enfundados en túnicas coloridas con bastones llameantes de luces mágicas los miraban eufóricos.
   - Habéis venido… gracias a los Dioses…
  - Los Dioses también han permitido este asedio, así que no les deis tanto las gracias – Dardo desenfundó dos de sus estoques - ¿A quién hay que cortarle la cabeza?
   - La puerta sur, por favor, debeis ir allí. Todos mis hombres y aquellos que acudieron tras nuestras cartas están defendiendo el Norte, pero el Sur está prácticamente abandonado. Tan sólo un par de patrullas que no creo que puedan contener mucho las hordas enemigas.
   - Entonces al Sur – todos y cada uno de los magos fueron desapareciendo ante los ojos del general, mientras los gritos de rabia y dolor volvían a embriagar su corazón.

Tälasoth cogió a Dardo por el hombro y desapareció con él. Sólo fue un segundo, pero Dardo sintió cómo su cuerpo se desvanecía y dejaba de tener consciencia de él justo antes de volver a aparecer al otro lado de las puertas del sur.
Ni siquiera hubo tiempo de pensar en lo sucedido o en lo experimentado, un orco se lanzó contra ellos con un grito desgarrador y tremendamente intimidatorio. Tälasoth dudó, pero el elfo maestro en armas se agachó quedando justo bajo el vientre del orco cuando este realizó su ataque fallido, y aprovechó el impulso del inmenso enemigo para levantarlo, lanzarlo por encima suya y dejarlo caer de espaldas. Y con la misma elegancia propia únicamente de los elfos hizo un giro  y clavó ambos estoques en el pecho del orco.
   - Veo que los años no hacen mella en ti.
   - Lo que ves es el entrenamiento y la determinación. Si dudas morirás hoy hermano.

Los ojos de Dardo brillaban con aquella intensidad de la que sólo los suyos eran capaz, aquel elfo era mucho más que un guerrero, era un maestro. No dudaba, no vacilaba, no le temblaba el puso… ni siquiera se paraba a pensar su próximo movimiento. Su acciones eran un baile más que entrenado y tan asimilado como el respirar de cada día, nada podía con él. Simplemente era invencible.

Pero Tälasoth era un hechicero, el mejor de la escuela dónde enseñaba, y el mejor que había luchado al lado de su hermano. Ël lo sabía, por eso su rostro también cambió. La sonrisa de satisfacción inundó su cara y caminó con arrogante lentitud hacia un grupo de orcos que estaban destrozando a los pobres aprendices que habían salido a defender los portones. Caminó mientras elevaba los brazos en forma de cruz y susurraba palabras que sólo los grandes arcanos conocían, y cuando la última sílaba fue exhalada, de sus manos surgieron decenas de esferas luminosas que se precipitaron mortales contra los orcos.
Los aprendices que habían sobrevivido le miraron estupefactos, pero Tälasoth ni siquiera les prestó atención.

La batalla fue larga, tremendamente larga y encarnizada. La sangre manchaba los cuerpos de los caídos y de los que seguían luchando, el rojo carmesí teñía le espesa hierba mientras los pocos orcos que quedaban en pie luchaban ahora por sobrevivir. Los arcanos destrozaban sus barreras con leves pestañeos, los arqueros acribillaban a flechas a los combatientes más grandes, y entre todo el caos la figura de un elfo se veía de vez en cuando realizando movimientos casi imposibles, cercenando miembros y acabando con rapidez con la vida de sus enemigos.

Quizá por todo ese caos nadie la vio. Quizá por todo el frenesí, por la emoción de ver que vencían, nadie se dio cuenta de su presencia. Pero allí estaba, caminando entre los que luchaban, golpeando al que se ponía en medio, con la vista fija en aquel que creía más peligroso, con la vista fija en el hechicero que más daño hacía a los suyos. Con la vista fija en Tälasoth.
Y con su misma arrogancia caminó hacia él, con la misma arrogancia alzó la mano y rugió con fuerza. Dardo fue el único que sintió aquel rugido diferente, sintió una punzada en su interior y la energía interna acumularse en sus manos. Se giró y observó atónito a aquel orco hembra, observó cómo su mano comenzaba a brillar y el estallido fue tan fuerte que los que estaba cerca de ella cayeron al suelo.

Dardo sólo reaccionó, puro instinto o pura casualidad, nunca lo supo, pero corrió hacia su hermano mientras gritaba su nombre intentando avisarle del peligro. Tälasoth dio la vuelta y vio la luz blanquecina.
   - ¡¡¡Tälasoth!!!!







De pronto dejé de respirar, abrí los ojos y me incorporé con tanta fuerza que perdí todo conocimiento de dónde estaba. Luché por aspirar algo de aire, sólo el poco que me permitiese seguir viviendo, pero nada. Agarré mi pecho y caí de la cama en un golpe seco, golpeándome la cabeza. Entonces tosí, y tras el tosido aspiré una fuerte bocanada de aire.
El dolor en el pecho era horrible, espantoso, como si mi corazón se hubiese despedazado en un instante y lo que quedaba se estuviese retorciendo de forma macabra y sádica.
Grité, grité intentando sacar el dolor fuera… pero el dolor no desapareció. Neru entró en mi habitación alarmada y me llamó asustada al verme en el suelo.
   - ¡¡Araya!! ¡¿Araya qué te pasa?! - sentí sus manos sujetarme y sus palabras llenas de amor intentando ayudar de alguna manera. Pero nada servía.


Aquel dolor, aquel fue el mayor dolor que sentí en toda mi vida.

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