- ¡¡Golpead!!
- ¡Ha!
- ¡¡Golpead!!
- ¡Ha!
- ¡¡Golpead!!
- ¡Ha!
- ¡¡Golpe…….. ar?? ¿Durmas?
- ¡Señor!
- Hijo… ¿qué haces aquí?
- ¡Entrenar duro, señor! – el capitán de la
guardia, Jarred, se agachó junto a su hijo, una criatura de siete años que
llevaba enfundada una espada de madera y se había hecho una armadura con piezas
rotas y desechadas por los herreros de la aldea.
- Durmas… eres muy joven aún para alistarte
– el pequeño se acercó un poco hacia su padre y bajó la voz.
- Pero papi… puedo hacerlo – la fila de
guerreros experimentados que permanecían allí sonrió con orgullo al ver tanta
disposición en un niño de tan corta edad.
- No lo dudo, hijo, pero aún eres muy…
bajito – se escuchó un carraspeo y todos los guerreros se cuadraron, incluido Jarred
y su hijo.
- Vaya, ¿así que este es el pequeño valiente
que va a defendernos? – su sonrisa fue amistosa. Eran fieros en la batalla y
duros en la defensa, pero toda la milicia de Bulborp admiraba la valentía y
entrega de Durmas.
- General, me temó que tardará uno años en
poder lucir los colores oficiales.
- Bueno, no tiene por qué, tengo algunos
trabajillos que quizá el joven Durmas esté dispuesto a hacer… por la milicia.
- ¡Oh sí, sí! ¡Lo haré bien! – el general
rió con ganas y sacó un pergamino de su zurrón.
- Muy bien, joven, demuéstrame entonces que
mereces un lugar entre estos hombres – Durmas cogió el pergamino cuando el
general se lo tendió y salió corriendo de vuelta a las murallas que protegían
el pueblo.
- Perdonad a mi hijo, señor, es muy joven…
no tardará en regresar para que le digáis a dónde debe llevar vuestro mensaje.
- Eso es lo más interesante de tu hijo, Jarred,
no hace falta decirle dónde ir pues él ya lo sabe.
Y así era, Durmas sabía perfectamente
dónde ir cada vez que el general le daba un mensaje, sólo tenía que mirar el
tipo de sello con el que firmaba y en ese instante conocía su destino. Y del
mismo modo que conoció el primero, conoció todos los demás.
Los años fueron pasando con
tranquilidad en la aldea de Bulborp, un pequeño pueblo en las Tierras Centrales
Occidentales. La milicia mediana dejó de sorprenderse al ver al joven Durmas
corretear de un lado a otro del pueblo, y la milicia humana disfrutaba de su
compañía mientras él, poco a poco, iba pasando de ser un niño a ser un
adolescente.
De este modo, en la víspera de
su decimosexto cumpleaños, llegó la guerra. La ciudad cercana de Hl’uzhar
sufría asedio de los zhents que intentaban, como muchos ilusos lo habían
intentado antes, tomar la pequeña ciudad. La misiva llegó en forma de carta y
la milicia humana de la aldea partió de inmediato hacia el sur de las Colinas Lejanas,
dispuesta a combatir.
- ¡No es justo!
- No se trata de justicia, Durmas. Eres muy
joven.
- ¿Qué tiene que ver la juventud con el
poder? Sabes perfectamente que soy capaz, padre.
- Nunca he dicho lo contrario, pero tu
adiestramiento aún no ha concluido y no estas listo.
- ¿Según quién?
- Según la ley.
- La ley… eso tan solo es unas pocas directrices.
- La ley es lo que hace que este pueblo siga
de una pieza, si no entiendes eso entonces desde luego que no estás listo.
- Por favor, padre, no me dejes aquí… - Jarred
se giró hacia su hijo mientras tomaba el casco cobrizo y lo colocaba bajo el
brazo.
- Tu tiempo llegará, hijo.
Y así, mientras la milicia
partía hacia su destino, el joven Durmas se quedó en las puertas observando
cómo los guerreros iban desapareciendo en el horizonte, con el puño apretado y
el fuego ardiendo en su interior, pero no era un fuego de ira o de rabia, era
un fuego de deseo y de coraje… quizá también de estupidez.
Bien sabía Durmas dónde
guardaba su padre la antigua armadura, y sólo por eso se atrevió a buscar la
puerta oculta de su hogar, abrir el armario empotrado donde guardaba con recelo
la vestimenta y quitarla de su sujeción.
Mientras se la ponía, sabía
que su padre se enfadaría, sabía que le gritaría y que se llevaría un buen
castigo, pero no le importaba, quería luchar, quería pelear y quería demostrar
que no existía enemigo alguno en el reino que pudiese con su espíritu.
Al anochecer se escabulló de
las miradas medianas y atravesó las puertas del pueblo sin ser visto. Conocía
el camino a Hl’uzhar, no estaba lejos, pero tardaría algunas horas en llegar.
Caminar con la armadura de su
padre era incómodo, le venían grandes algunas piezas y paraba a menudo a
ajustarlas cada vez que se le descolgaban, pero finalmente llegó a la batalla,
desenganchó del cinto el hacha que el armero le había regalado años atrás y
observó el campo.
Sin duda era una imagen
desoladora, habían muchos más cuerpos de los que pensaba, los miembros
cercenados yacían a escasos metros de sus antiguos portadores y la sangre
bañaba el campo, la tierra y la hierba. Los gritos de ánimo se mezclaban con
los de angustia, acompañados por el clásico sonido de las armas entrechocar.
Las imágenes de zhents degollando guerreros, o milicianos que defendían la
ciudad arrancando las vísceras de sus contrincantes con sus armas, o incluso
enemigos violando a las mujeres guerreras muertas… o no tan muertas… eran
desagradables, mucho más de lo que Durmas hubiese pensado. Pero aquello no lo
frenó, sabía lo que debía hacer, sentía el fuego latir en su interior y la sed
de golpear.
Quizá por ello sólo sonrió y
cargó contra el primero que tuvo al alcance.
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