La luna iluminaba el cementerio
mientras la lluvia caía copiosa sobre la tierra, la arenilla, la hierba y mi
cuerpo. Habían pasado dos días desde que se había celebrado aquel funeral tan
triste. Los que acudieron, jóvenes y ancianos, permanecieron en silencio
mientras el clérigo de Khelembor pronunciaba la liturgia habitual. Muchos
lloraron abiertamente, sólo unos pocos lo hicimos en silencio.
Cuando el sacerdote concluyó
sus palabras algunos se acercaron al atril a expresar lo que sentían, hablaron
de las aventuras vividas, de sus esperanzas, de sus sueños… hablaron de tantos
dioses y de tantas bendiciones que ni si
quiera soy capaz de recordarlos…
Al atardecer el último de
ellos había hablado, y todos y cada uno se acercaron al foso y lanzaron un poco
de tierra sobre el ataúd marronáceo… todos menos yo, yo no pude.
Dos días después aún seguía
allí de pie, frente a una fosa ahora cubierta, con la rosa amarilla en mi mano,
una rosa que no había sido capaz de lanzar en su interior.
Dos días después aún
permanecía inmóvil frente aquella lápida gris y triste. Las lágrimas habían
caído por mis mejillas, precipitándose hacia el vacío hasta caer en un golpe
silencioso contra el suelo, había llorado en silencio sin apartar los ojos de
aquel montículo de tierra. “Vete a casa” me había dicho el sacerdote la noche
del funeral, cuando vio que aún seguía allí tras tantas horas del velatorio,
pero no le había hecho el menor caso. Se había quedado a mi lado hablando de la
espiritualidad, del amor de los dioses y de la buena acogida que seguro había
tenido en lo más alto, pero creo que desistió al ver que ni le miraba y acabó
por marcharse bien entrada la madrugada.
Me sentía vacía, era increíble
con qué rapidez podía vaciarse un alma, sólo habían hecho falta un par de
palabras…
Mi estómago rugía protestando,
mi alma y mi corazón estaban rotos pero él estaba hambriento y no iba a cesar
en su intento de que me llevase algo de alimento a la boca. Dos días sin comer…
qué poco sentido tenía la comida en ese momento.
No pensaba en comer, no
pensaba en nada, tan sólo miraba el lugar dónde le habían enterrado, algunos
granos de tierra se movían a veces por culpa del viento, desplazándose por la
ladera que habían formado los sepultureros al tapar el cruel agujero.
Muchos habían muerto en la
batalla de Sundabar, a algunos los habían nombrado hombres de honor, a otros
les habían ascendido… no entendía de qué servía otorgar a alguien algo así una
vez muerto… Muchas eran las familias que habían perdido a un ser querido…
algunas a varios… y por mucho que lo intentaba no sentía ni la más mínima
empatía por ellos. Mi dolor era mío, y aunque fuese cruel y egoísta, no me
importaba el del resto.
La noche del segundo día,
mientras la lluvia me empapaba por completo, mi carne se ponía de gallina y el
estómago protestaba una vez más esperanzado, apareció Neru. Me cogió de la mano
y se quedó a mi lado varias horas, sin decir nada. El calor de su piel fue
reconfortante aunque no alivió ni un ápice la tristeza en mi interior. Sabía
que ella también sufría, pero no tenía fuerzas para consolarla.
Pasó su brazo por mi hombro y
me apretó contra ella mientras mirábamos la lápida.
- Cariño… hace frio esta noche, mira tu
piel, todo tu cuerpo está protestando – su tono era tan dulce, tan lleno de
amor y pena… quizá eso fue lo que me hizo reaccionar.
Giré levemente la cabeza y la
miré, sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, pero sonrió en un esfuerzo
maternal. Tenía razón, hacía frio. La ropa se me había pegado al cuerpo y el
frío del agua se calaba hasta los huesos.
- Mi vida, entiendo por qué estás aquí… pero
debes entrar en calor y comer algo – sabía que estaba en lo cierto y, en el
fondo de mi ser, sabía que allí de pie no iba a hacer nada. No le traería de
vuelta… pero era casi imposible marcharse – Araya, te necesito en casa, te
necesito a mi lado - Volví a mirarla y esta vez vi la súplica en sus ojos, unos
ojos tristes como los míos, reflejo de un corazón igual de roto que el mío - Tu
padre te necesita a su lado…
Asentí en un sutil movimiento
apartando la mirada de ella. Obligué al cuerpo a moverse y me acerqué al
montículo dejando con la mano temblorosa la rosa amarilla que había llevado dos
días atrás, algo marchita ya. Cuando la flor tocó la tierra las lágrimas
volvieron a brotar de mis ojos en un recorrido nuevamente silencioso.
Mi madre me cogió la mano y,
haciendo acopio de todas mis fuerzas, le di la espalda a la tumba mientras lloraba
a cada paso e intentaba, todo lo estoica que podía, no derrumbarme aún más.
En la oscuridad de la noche
aquella lápida se quedó sola y en silencio. Una lápida que visité cada noche durante
los seis meses siguientes. Una lápida que rezaba el nombre de un hombre al que
yo jamás volvería a ver, a escuchar o a sentir…
Dardo T’haril.
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