martes, 28 de abril de 2015

Capitulo 04. Maestro

   - Cierra los ojos y respira hondo, así, muy bien. Respira pausadamente escuchando lo que te rodea. Escucha mi voz, escucha los pájaros, escucha el agua del río fluir con la corriente, las copas de los árboles mientras el viento los mece, las hojas secas ya en el suelo arremolinándose. Escucha todo eso e intenta sentirlo. Siente cómo mi voz se introduce en tu mente, siente la fuerza de los pájaros cada vez que baten sus alas, siente la energía del agua que avanza sin enemigo alguno, el espíritu de los árboles y la determinación del viento, siente la ligereza de esas hojas que se mueven en silencio, como si nadie las estuviese observando.

Abrí levemente un ojo y le miré. Estaba a mi lado sentado con una cara de concentración absoluta, con los ojos cerrados y las piernas cruzadas. Sí, escuchaba el río y los árboles mecerse, escuchaba a los pájaros pero no por el batir de sus alas sino por los constantes graznidos que emitían… ¿pero las hojas? Me giré buscándolas en algún punto y no las vi. Cuando devolví la mirada a mi arma, incrustada en la tierra frente a mí, sentí los ojos azules de Dardo clavarse en mi rostro.

   - ¿Esta es tu forma de sentir todas las cosa que te digo? Intento enseñarte…
   - Si, si, y yo quiero aprender, de verdad… ¿pero hojas? – volví a buscarlas con la mirada - ¿Dónde demonios hay hojas? – él se inclinó sobre mí y me dio un golpecito con el dedo en la frente.
   - Aquí dentro. Si no puedes hacer uso de la imaginación ¿para qué diablos tienes cabeza? Tu energía interior no está hecha únicamente para que sientas lo que te rodea, sino también para que sientas todo lo que podría existir. La energía es infinita Araya, es pura y fluye por todas partes. Fluye por ti, fluye por mí, por nuestras armas, por nuestra ropa, por lo que nos rodea, pero también fluye más allá del río, fluye en las ciudades más lejanas, en los guerreros caídos, los que caen en este instante y los que salen victoriosos. Fluye en la sangre de la guerra, en la fuerza de la amistad y en lo profundo del amor. Tienes que aprender a sentirlo todo, porque cuando lo hagas será tanto el poder que puedas controlar, que te convertirás en el guerrero más temido y respetado de los tiempos.
   - ¿Todo eso tengo que sentir? – sonrió con cariño.
   - Ahora parece mucho, pero es como caminar, al principio cuesta, pero una vez aprendes ya no piensas lo que debes hacer, simplemente lo haces.
   - ¿Entonces una vez lo aprenda lo haré sin más?
   - Bueno, es una forma de decirlo. Vamos, entremos en casa, se ha hecho tarde.

Asentí y recogí el arma que me había regalado hacía unas lunas, por mi decimoquinto cumpleaños, una espada bastarda con la empuñadura en cuero negro. Me alegré mucho al recibir el regalo y lo cuidaba con cariño y esmero.
Dardo preparaba un viaje a Amn, sus pasos lo llevarían durante bastante tiempo a Puerta de Baldurs, una gran ciudad en Costa de la Espada. Según él yo aún no estaba preparada para acompañarlo, pero me prometió que en su próximo viaje me llevaría.
Dardo hablaba mucho de Amn. Sobre todo de Athkatla. Tälasoth y él había nacido y crecido allí, en el distrito portuario. En aquella tierra habían comenzado sus aventuras, sus trapicheos, sus locuras, sus guerras, sus amores y desamores. Hablaba mucho de la gente, de las estructuras y de los bosques. Me contó que estuvieron fuera casi dos años que se le hicieron interminables, pues adoraba aquella región. Viajaron a Thezhir buscando nuevos retos o nuevos contactos, y allí conocieron a Neru. Mis padres se enamoraron en seguida y entonces muchas cosas cambiaron. Cuando regresaron a Athkatla las aventuras dejaron de ser tan alocadas, las luchas a muerte se convirtieron en retiradas cautelosas, el polvo y la suciedad se convirtió en paseos bajo la luna y besos entre arbustos. Sin duda, al principio Dardo había encontrado en Neru una enfermedad, pero con el tiempo, y nuevos compañeros de armas, se fue acostumbrando.
“Si alguna vez te enamoras – me dijo una noche – no cambies nunca. No dejes de ser quien eres, no sueltes tu arma ni dejes de acudir a batallas por miedo a perder aquello que amas, pues ese es nuestro mayor enemigo”

Él había amado una vez, la guerra y la sangre se la habían arrebatado, pero las pocas veces que hablaba sobre aquella mujer sus ojos brillaban con intensidad, recordando cada movimiento suyo en la batalla. La perdió, pero supo que ella había caído con honor y supo que no habría ninguna otra muerte que ella desease más.


Dardo se marchó tres días después. El sol se alzaba en el punto más alto y aún así nevaba ligeramente. Allí siempre hacía frío pero el cariño de mi maestro amenizaba hasta la peor de las tormentas. Quise correr hacia él y abrazarle, quise decirle que tuviese cuidado y que volviese pronto, que no se olvidase de mí, pero me quedé allí de pie, estoica, consciente de que aquella despedida era una prueba más de mi fuerza interior, dando vueltecitas entre los dedos a aquel dardo plateado que me había dado años atrás, mordiéndome el labio mientras su figura se difuminaba entre el blanco de la nieve y el silencio y aquellas palabras volvían a resonar en mi cabeza, haciéndome sonreír.



“No llores…”

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