viernes, 10 de abril de 2015

Capitulo 01. Encuentro

Araya, hija de la guerra.


¿Que quién soy yo? Jé…
Soy el arma en la batalla, soy la tempestad en el fulgor, soy el fuego de la guerra y el filo de la victoria. Soy la luchadora constante, la herida en la noche, el golpe de gracia, la sangre de mis aliados, de mis enemigos… de los combatientes.
¿Qué quién soy? Me llamo Araya T’haril, humana de pura cepa, aprendiz de Kensái y canalizadora del Ki.
Esta, es mi historia. Pero no es una historia cualquiera. Podría haberla sido si tan sólo hablase de mí, pero para conocerme os debo hablar también de él…

Yo tendría unos seis años la noche que le conocí. Mi hogar estaba cerca de las puertas de Nevesmortas, hermosa aldea de Marca Argentea, reino del frío y los secretos. Mi padre adoptivo, un elfo de ya entrada edad y quizá uno de los hechiceros más reconocidos en ese momento, no cesó en su empeño ni un solo día de mostrarme los entresijos de la urdimbre, me traía cada día un libro nuevo de la biblioteca mostrándome así su percepción del mundo. Claro que aquellos libros siempre terminaban en la misma esquina amontonados, no es que yo no supiese apreciar la magia, era, simplemente, que me aburría.
La noche de mi sexto cumpleaños me escabullí más allá de los muros de la aldea. En mi aburrimiento diario me dedicaba a buscar juegos propios imaginando invasiones de hordas de orcos, trasgos asustando a gallinas indefensas o el ataque de un enorme dragón negro. Por descontado, yo salvaba siempre la ciudad de aquellas intrusiones y unos días me nombraban miembro honorífico de la Guardia, otras hacían una estatua en mi honor… ese tipo de cosas que sólo los niños son capaces de imaginar… eso sí era diversión.
Pero aquella noche…

Cansados de que “los bandidos” irrumpieran en sus huertos y destrozaran los espantapájaros, los granjeros habían perfeccionado las cerraduras de las verjas. Yo era muy niña para saltarlas y muy débil para romperlas, sin embargo una de las puertas de los cobertizos estaba abierta. Me colé en silencio y con disimulo a curiosear, pero allí no había animales, ni un solo caballo, vaca, gallina o cualquier otra cosa que criasen. Allí sólo había un hombre mal herido, un elfo sentado en el suelo casi desangrándose intentando cerrar una herida de la forma más basta que jamás hubiese visto. Al toser, escupía sangre y cuando me miró sus ojos estallaron en llamas de ira y violencia. Intentó levantarse, pero no pudo. Yo di tres pasos hacia atrás antes de ponerme a correr como una loca de vuelta a casa.
Durante el camino, pasaron por mi mente toda clase de cosas, y eso sólo me hacía correr más rápido. Entré en la aldea mientras los guardias me gritaban que tuviese cuidado, atravesé varias callejuelas oscuras evitando la principal y llegué a casa. Abrí la puerta de un golpe, subí las escaleras hasta el dormitorio de mis padres adoptivos y entré en el baño.


Una hora más tarde volvía a estar en el cobertizo con una mochila casi tan grande como yo llena de vendas, antisépticos, pociones varias que no sabía muy bien para qué servían, pastillas de todo tipo y colores y un bote de crema cicatrizante.
El hombre, oscuro y siniestro, seguía allí tendido. Al parecer había logrado que la herida dejase de sangrar, pero estaba pálido y jadeaba.
Cuando me miró, sus ojos azules brillaron en la oscuridad. Yo nunca había visto unos ojos así.
Me acerqué sin miedo alguno y dejé la bolsa frente a él, dándole una patadita para que se tumbase y la mercancía cayese. Nos miró desconcertado a la bolsa y a mí, alternándonos, pero su frustración fue mayor cuando le dirigí mi mayor sonrisa y salí de allí corriendo.

Años después, me confesó, que lo que me salvó la vida aquella noche fue mi templanza. No vio miedo en mis ojos, ni duda, ni un resquicio de temblor en ninguna parte de mi cuerpo.

Durante los siguientes días acudí a hurtadillas al cobertizo, él nunca estaba, pero a partir del tercer día había pequeños obsequios allí dónde le había encontrado. Gemas extrañas de colores hermosos, flores que nunca había visto en las cercanías, anillos que brillaban con reflejos extraños… los guardé todos a buen recaudo hasta que llené una caja entera.
Pasaron dos dekhanas hasta que volví a verle.
   - ¿No sabes que la curiosidad mató al ogro? – fue lo primero que me dijo el día que me pilló cotilleando.
   - ¡No soy un ogro!
   - ¿Ah no? – se acercó y me tomó de la barbilla – Mmmm… nariz de ogro, ojos de ogro…
   - ¡¡No soy un ogro!! – le aparté de un manotazo llevándome las manos a la nariz preocupada mientras él reía.
   - No, no lo eres – sonrió y me miró de nuevo con aquellos ojos azules, tan hermosos, tan brillantes… - Pero incluso un ogro me temería, niña. ¿Por qué tu no?
   - ¿Eres malo? – sonrió de nuevo y me tendió la mano. No se parecía en nada a mi padre adoptivo, sus rasgos eran duros y firmes, se le veía fuerte como un orco a pesar de que estaba delgado como una pluma, sus músculos se marcaban fibrosos a cada movimiento que hacía, ágil y decidido. El pelo blanco le caía por delante de la cara, vestía ropas oscuras y llevaba cuatro estoques, dos en la espalda y dos en la cintura.
   - Hoy no, pequeña. Dime, ¿cuál es tu nombre?
   - Araya – le estreché la mano contenta – Araya T’haril – le solté la mano mientras él fruncía el ceño mirándome - ¿Tú?
   - Yo, niña, me llamo Dardo – reí un poco, divertida.
   - Que nombre más raro – él se sentó con las piernas cruzadas frente a mí y me sonrió.
   - Sí lo es, niña… sí lo es. Ahora ve, debes irte.
   - ¿Por qué? Acabo de llegar… - busqué como tantas otras noches el regalo de aquella vez, pero en el lugar donde habían estado siempre los objetos ahora sólo habían dos sacos medio rotos, una espada inmensa y varias mantas.
   - Debes irte, Araya T’haril – alcé la mano hacia él y puse morros.
   - Siempre me dejas algo – él rió y sacó del bolsillo un pequeño dardo plateado, me lo tendió y cuando fui a cogerlo lo alejó de mi alcance.
   - Este dardo es especial, no puedes desprenderte de él de ninguna manera, no lo vendas ni lo regales… y sobretodo no lo pierdas – asentí contenta y llevé ambas manos hacia él para coger el pequeño dardo. Lo miré y lo guardé en el bolsillo.
   - Qué tierno… - dí un respingo y antes de darme cuenta Dardo me cogió del hombro y me puse detrás de él. Yo ni siquiera había pestañeado y él ya había desenfundado los estoques del cinto.
De las sombras surgió una mujer semidesnuda que se contorneaba cada vez que daba un paso. Desaparecía y aparecía en la oscuridad y sólo el destello de luz de sus cortas espadas delataban su presencia.
   - ¿Ahora te has vuelto paternal?
   - Deja que la niña se marche.
   - Uih ni lo sueñes – rió sensual –, ahora será mucho más divertido.

Podría explicar paso por paso cómo fue la pelea, pero tan sólo sería una lista de movimientos interminables. Sólo cabe decir que aquella extraña mujer acabó desarmando a Dardo tras una larga batalla, que lo arrinconó contra la pared y le hundió el arma en un brazo. Su gemido fue como un bofetón, una descarga eléctrica que recorrió todo mi cuerpo, yo sólo era una niña pero incluso una niño debía ser capaz de hacer algo en una situación así. Pensé en las cientos de historias a las que había jugado, a los orcos, trasgos y dragones a los que me había enfrentado en mi imaginación… entonces sentí algo en mi interior, una punzada de energía, una escalofrío recorrer absolutamente todo mi cuerpo dejando un hormigueo en mis manos, sentí una extraña vibración que provenía de aquella inmensa espada tirada en el suelo junto con las cosas del elfo y no dudé. Cogí el arma con ambas manos y al tocarla sentí como si se fusionase con mis dedos, como si no hubiese ninguna arma en el mundo que no fuese aquella la que debía coger. Corrí hacia aquella mujer y sentí la energía recorrer mi cuerpo, deslizarse por cada resquicio y dirigirse a mi hombro, a mi brazo, a mi muñeca, a mis dedos… a mi arma.
Grité, dejando así que la energía de mi interior estallase, ella se giró sorprendida y le clavé la enorme espada en el vientre. Su sangre manchó mi rostro pero no me importó, no solté la empuñadura hasta que su cuerpo cayó inerte en el suelo y la mano de Dardo cogió las mías. Cuando me tocó, la energía que había sentido se desvaneció, al igual que mi consciencia.

Desperté varias horas después, Dardo lo había recogido todo y había limpiado las manchas de sangre en mi piel. El cuerpo de la mujer no estaba y él había recuperado sus armas.
Me incorporé y froté mis ojos, confusa. Él se acercó y frunció el ceño.
   - ¿Estás bien? – asentí –. Bien, ahora quiero que me mires y hagas lo que te diga, sin preguntas y sin rechistar ¿entendido? – su tono no me gustó, era duro y algo malhumorado.
   - Si…
   - Bien, vete a casa Araya. Vete y no vuelvas nunca a este cobertizo – arrugué la nariz y se me enrojecieron los ojos –, no quiero…. Oh dioses… no llores, no, Araya – alzó un dedo frente a mí y cambió el gesto a uno más cálido– no llores.
Secó las lágrimas de mi ojos y suspiró largamente, me arregló el flequillo y sacó de mi bolsillo el dardo plateado que me había dado.
   - No llores – asentí y cogí el dardo –. Vete a casa y no vuelvas aquí, yo iré a buscarte.




En la oscuridad del cobertizo, mientras yo corría hacia casa, Dardo se quedó mirando la espada bastarda que había cogido con mis pequeñas manos, una espada que me sacaba dos cabezas y que había sido capaz de manejar como si fuese tan sólo una prolongación de mi cuerpo. La tomó en sus manos e intentó comprender por qué aquella espada había despertado en mí la energía interior que había canalizado a través de ella.


En la oscuridad del cobertizo, mientras yo corría hacia casa, Dardo sonrió.

No hay comentarios:

Seguiremos soñando

Seguiremos soñando

Índice