Araya, hija de la guerra.
¿Que quién soy yo? Jé…
Soy el arma en la batalla, soy
la tempestad en el fulgor, soy el fuego de la guerra y el filo de la victoria.
Soy la luchadora constante, la herida en la noche, el golpe de gracia, la
sangre de mis aliados, de mis enemigos… de los combatientes.
¿Qué quién soy? Me llamo Araya
T’haril, humana de pura cepa, aprendiz de Kensái y canalizadora del Ki.
Esta, es mi historia. Pero no
es una historia cualquiera. Podría haberla sido si tan sólo hablase de mí, pero
para conocerme os debo hablar también de él…
Yo tendría unos seis años la
noche que le conocí. Mi hogar estaba cerca de las puertas de Nevesmortas,
hermosa aldea de Marca Argentea, reino del frío y los secretos. Mi padre
adoptivo, un elfo de ya entrada edad y quizá uno de los hechiceros más
reconocidos en ese momento, no cesó en su empeño ni un solo día de mostrarme
los entresijos de la urdimbre, me traía cada día un libro nuevo de la
biblioteca mostrándome así su percepción del mundo. Claro que aquellos libros
siempre terminaban en la misma esquina amontonados, no es que yo no supiese
apreciar la magia, era, simplemente, que me aburría.
La noche de mi sexto
cumpleaños me escabullí más allá de los muros de la aldea. En mi aburrimiento
diario me dedicaba a buscar juegos propios imaginando invasiones de hordas de
orcos, trasgos asustando a gallinas indefensas o el ataque de un enorme dragón
negro. Por descontado, yo salvaba siempre la ciudad de aquellas intrusiones y
unos días me nombraban miembro honorífico de la Guardia, otras hacían una
estatua en mi honor… ese tipo de cosas que sólo los niños son capaces de
imaginar… eso sí era diversión.
Pero aquella noche…
Cansados de que “los bandidos”
irrumpieran en sus huertos y destrozaran los espantapájaros, los granjeros
habían perfeccionado las cerraduras de las verjas. Yo era muy niña para
saltarlas y muy débil para romperlas, sin embargo una de las puertas de los
cobertizos estaba abierta. Me colé en silencio y con disimulo a curiosear, pero
allí no había animales, ni un solo caballo, vaca, gallina o cualquier otra cosa
que criasen. Allí sólo había un hombre mal herido, un elfo sentado en el suelo
casi desangrándose intentando cerrar una herida de la forma más basta que jamás
hubiese visto. Al toser, escupía sangre y cuando me miró sus ojos estallaron en
llamas de ira y violencia. Intentó levantarse, pero no pudo. Yo di tres pasos
hacia atrás antes de ponerme a correr como una loca de vuelta a casa.
Durante el camino, pasaron por
mi mente toda clase de cosas, y eso sólo me hacía correr más rápido. Entré en
la aldea mientras los guardias me gritaban que tuviese cuidado, atravesé varias
callejuelas oscuras evitando la principal y llegué a casa. Abrí la puerta de un
golpe, subí las escaleras hasta el dormitorio de mis padres adoptivos y entré
en el baño.
Una hora más tarde volvía a
estar en el cobertizo con una mochila casi tan grande como yo llena de vendas,
antisépticos, pociones varias que no sabía muy bien para qué servían, pastillas
de todo tipo y colores y un bote de crema cicatrizante.
El hombre, oscuro y siniestro,
seguía allí tendido. Al parecer había logrado que la herida dejase de sangrar,
pero estaba pálido y jadeaba.
Cuando me miró, sus ojos
azules brillaron en la oscuridad. Yo nunca había visto unos ojos así.
Me acerqué sin miedo alguno y
dejé la bolsa frente a él, dándole una patadita para que se tumbase y la
mercancía cayese. Nos miró desconcertado a la bolsa y a mí, alternándonos, pero
su frustración fue mayor cuando le dirigí mi mayor sonrisa y salí de allí corriendo.
Años después, me confesó, que
lo que me salvó la vida aquella noche fue mi templanza. No vio miedo en mis
ojos, ni duda, ni un resquicio de temblor en ninguna parte de mi cuerpo.
Durante los siguientes días
acudí a hurtadillas al cobertizo, él nunca estaba, pero a partir del tercer día
había pequeños obsequios allí dónde le había encontrado. Gemas extrañas de
colores hermosos, flores que nunca había visto en las cercanías, anillos que
brillaban con reflejos extraños… los guardé todos a buen recaudo hasta que
llené una caja entera.
Pasaron dos dekhanas hasta que
volví a verle.
- ¿No sabes que la curiosidad mató al ogro?
– fue lo primero que me dijo el día que me pilló cotilleando.
- ¡No soy un ogro!
- ¿Ah no? – se acercó y me tomó de la barbilla
– Mmmm… nariz de ogro, ojos de ogro…
- ¡¡No soy un ogro!! – le aparté de un
manotazo llevándome las manos a la nariz preocupada mientras él reía.
- No, no lo eres – sonrió y me miró de nuevo
con aquellos ojos azules, tan hermosos, tan brillantes… - Pero incluso un ogro
me temería, niña. ¿Por qué tu no?
- ¿Eres malo? – sonrió de nuevo y me tendió
la mano. No se parecía en nada a mi padre adoptivo, sus rasgos eran duros y
firmes, se le veía fuerte como un orco a pesar de que estaba delgado como una
pluma, sus músculos se marcaban fibrosos a cada movimiento que hacía, ágil y
decidido. El pelo blanco le caía por delante de la cara, vestía ropas oscuras y
llevaba cuatro estoques, dos en la espalda y dos en la cintura.
- Hoy no, pequeña. Dime, ¿cuál es tu nombre?
- Araya – le estreché la mano contenta – Araya
T’haril – le solté la mano mientras él fruncía el ceño mirándome - ¿Tú?
- Yo, niña, me llamo Dardo – reí un poco,
divertida.
- Que nombre más raro – él se sentó con las
piernas cruzadas frente a mí y me sonrió.
- Sí lo es, niña… sí lo es. Ahora ve, debes
irte.
- ¿Por qué? Acabo de llegar… - busqué como
tantas otras noches el regalo de aquella vez, pero en el lugar donde habían
estado siempre los objetos ahora sólo habían dos sacos medio rotos, una espada
inmensa y varias mantas.
- Debes irte, Araya T’haril – alcé la mano
hacia él y puse morros.
- Siempre me dejas algo – él rió y sacó del
bolsillo un pequeño dardo plateado, me lo tendió y cuando fui a cogerlo lo
alejó de mi alcance.
- Este dardo es especial, no puedes
desprenderte de él de ninguna manera, no lo vendas ni lo regales… y sobretodo
no lo pierdas – asentí contenta y llevé ambas manos hacia él para coger el
pequeño dardo. Lo miré y lo guardé en el bolsillo.
- Qué tierno… - dí un respingo y antes de
darme cuenta Dardo me cogió del hombro y me puse detrás de él. Yo ni siquiera
había pestañeado y él ya había desenfundado los estoques del cinto.
De las sombras surgió una
mujer semidesnuda que se contorneaba cada vez que daba un paso. Desaparecía y
aparecía en la oscuridad y sólo el destello de luz de sus cortas espadas
delataban su presencia.
- ¿Ahora te has vuelto paternal?
- Deja que la niña se marche.
- Uih ni lo sueñes – rió sensual –, ahora
será mucho más divertido.
Podría explicar paso por paso
cómo fue la pelea, pero tan sólo sería una lista de movimientos interminables.
Sólo cabe decir que aquella extraña mujer acabó desarmando a Dardo tras una
larga batalla, que lo arrinconó contra la pared y le hundió el arma en un
brazo. Su gemido fue como un bofetón, una descarga eléctrica que recorrió todo
mi cuerpo, yo sólo era una niña pero incluso una niño debía ser capaz de hacer
algo en una situación así. Pensé en las cientos de historias a las que había
jugado, a los orcos, trasgos y dragones a los que me había enfrentado en mi
imaginación… entonces sentí algo en mi interior, una punzada de energía, una
escalofrío recorrer absolutamente todo mi cuerpo dejando un hormigueo en mis
manos, sentí una extraña vibración que provenía de aquella inmensa espada
tirada en el suelo junto con las cosas del elfo y no dudé. Cogí el arma con
ambas manos y al tocarla sentí como si se fusionase con mis dedos, como si no
hubiese ninguna arma en el mundo que no fuese aquella la que debía coger. Corrí
hacia aquella mujer y sentí la energía recorrer mi cuerpo, deslizarse por cada
resquicio y dirigirse a mi hombro, a mi brazo, a mi muñeca, a mis dedos… a mi
arma.
Grité, dejando así que la
energía de mi interior estallase, ella se giró sorprendida y le clavé la enorme
espada en el vientre. Su sangre manchó mi rostro pero no me importó, no solté
la empuñadura hasta que su cuerpo cayó inerte en el suelo y la mano de Dardo
cogió las mías. Cuando me tocó, la energía que había sentido se desvaneció, al
igual que mi consciencia.
Desperté varias horas después,
Dardo lo había recogido todo y había limpiado las manchas de sangre en mi piel.
El cuerpo de la mujer no estaba y él había recuperado sus armas.
Me incorporé y froté mis ojos,
confusa. Él se acercó y frunció el ceño.
- ¿Estás bien? – asentí –. Bien, ahora
quiero que me mires y hagas lo que te diga, sin preguntas y sin rechistar ¿entendido?
– su tono no me gustó, era duro y algo malhumorado.
- Si…
- Bien, vete a casa Araya. Vete y no vuelvas
nunca a este cobertizo – arrugué la nariz y se me enrojecieron los ojos –, no
quiero…. Oh dioses… no llores, no, Araya – alzó un dedo frente a mí y cambió el
gesto a uno más cálido– no llores.
Secó las lágrimas de mi ojos y
suspiró largamente, me arregló el flequillo y sacó de mi bolsillo el dardo
plateado que me había dado.
- No llores – asentí y cogí el dardo –. Vete
a casa y no vuelvas aquí, yo iré a buscarte.
En la oscuridad del cobertizo,
mientras yo corría hacia casa, Dardo se quedó mirando la espada bastarda que
había cogido con mis pequeñas manos, una espada que me sacaba dos cabezas y que
había sido capaz de manejar como si fuese tan sólo una prolongación de mi
cuerpo. La tomó en sus manos e intentó comprender por qué aquella espada había
despertado en mí la energía interior que había canalizado a través de ella.
En la oscuridad del cobertizo,
mientras yo corría hacia casa, Dardo sonrió.
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