- Espera aquí, iré por algo de comer.
Ya se había acostumbrado a
que, cada noche, la dejase junto a la hoguera durante un tiempo indeterminado,
mientras él cazaba algo para cenar. Había algo en su mirada, en su forma de
caminar e incluso en la manera de hablar, algo que la atraía demasiado.
Nunca había sentido un interés
tan fuerte por nadie en el tiempo que llevaba fuera de su hogar. Tanto tiempo
que ya no recordaba cuándo la habían “invitado a irse”. No hubo explicaciones
aquella noche, tan sólo un petate hecho y una osa que la obligó a caminar hasta
que las lágrimas cesaron.
Él regresó con un ciervo a
cuestas que sangraba abundantemente por una herida, manchando su ropa sin
producirle el más mínimo desagrado, como si estuviese acostumbrado o como si ni
se percatase. Tomó el mismo cuchillo que noches antes le había ofrecido a ella
para despellejar un tejón, haciendo lo propio con el ciervo, vaciando sus
tripas y separando la carne que servía y la que no.
Isazara quiso acercarse y
ayudarle, pero sus ropas nuevas le gustaban demasiado y al menos quería tardar
un poco más en mancharlas. Aún recordaba la noche en vela que él pasó
confeccionándolas, después de arrancarlas de los cuerpos sin vida de aquellos
bandidos a los que había tumbado sin apenas pestañear. Le gustó verle luchar,
era un estilo diferente.
Su piel se erizó a cada roce
suyo, mientras le tomaba medidas o le ajustaba la cintura y las botas. Nunca
hubiese pensado que se le diera así de bien coser.
- ¡Niña! No te embobes y come.
Le tiró un trozo de carne tras
cocinarlo y ella lo devoró como si nunca hubiese probado bocado. Él meneó la
cabeza y rió, recordando cómo había luchado la pequeña, agazapándose entre los
arbustos, acorralando a su presa y cortándole la oreja tras matarlo, como
símbolo de victoria.
Llegó otro hombre en ese
momento y olisqueó la cazuela.
- Cocinado… no sé si podría…
- Come algo tú también, necesito hongos y
hay que ir bajo tierra. Prefiero tenerte en forma aunque apenas participes en
las peleas… a ver si empiezas a lucirte, la niña al final me será más útil que
tú.
- ¿Tu mascota ya habla?
- No lo sé, creo que no - La pequeña corrió
hacia el recién llegado y se escondió bajo su capa, enroscándose en ella.
- Ni se te ocurra hacerme cargar con ella –
gruñó levemente y ambos hombres alzaron las cejas – Vaya… pues parece que sí
habla… al menos una lengua que comprendo.
El resto de conversación acabó
siendo una sinfonía de gruñidos y ronroneos, un lenguaje que el trío bien
comprendía, pero que nadie que no estuviera familiarizado con la naturaleza y
el reino animal entendería.
Bien entrada la noche, Isazara
se quedó dormida, acurrucada junto al primero de ellos, mientras él ponía una
mano en su cabeza y la miraba pensativo. Aún guardaba aquel libro sobre su Dios
que días atrás había cogido para ella.
- Cuando entiendas común, te lo daré,
ramita.
- Y ahora le pones mote… estupendo… - el
otro rió haciéndose el tonto y se levantó.
- Vigílala que no se despierte.
- La niña es tu problema, Marcus, no el mío.
La pequeña se agarró con
fuerza al pantalón de Marcus y sonrió en sueños, quizá no fuesen las mejores
compañías, pero eran las que ella había elegido.
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