lunes, 10 de enero de 2011

Capitulo 11. Despedida



Todavía hoy recuerdo aquella laguna con pesar y con dolor.

La verde espesura que nos rodeaba mientras la brisa formaba pequeños remolinos entre nosotros; Las nubes, blancas como el yeso eterno, formando figuras inexplicables cuyos nombres habíamos inventado durante tantos años; El cielo nocturno desprovisto de cualquier estrella, de cualquier luz… incluso de la luna.

Recuerdo tu pelo, rubio como el destello del mismísimo sol, hondear acompañando el viento que serpenteaba entre nosotros, tu plumaje moverse al son de una melodía que tan solo él susurraba, tus manos frías posadas en las mías, que te aferraban con fuerza, y tus ojos fijos en el suelo, tristes, vacíos… desprovistos de toda la luz que antaño habían poseído.

Te recuerdo allí, de pie frente a mí, alzando la cabeza sorprendida al escuchar mis palabras, al ver mi rostro decidido, al sentir un anillo en tu dedo.

- Cásate conmigo, Nawiel.



Cuando era niño, padre siempre decía que debíamos mantener la cabeza bien alta… pero el orgullo aún más.

Largos años habían transcurrido desde mi llegada a esta aguilera, y yo no me sentía orgulloso de nada de lo que había hecho allí. Ythalir había dejado de regresar a estas tierras para quedarse con su familia… su verdadera familia. Clarise vagaba por quién sabe dónde, con amigos que yo ni siquiera me había molestado en conocer. Mis estudios habían quedado abandonados, mis ilusiones truncadas y mis expectativas destruidas.

Mis deseos de ser un gran mago, simplemente se habían esfumado con las palabras de despedida del que, en teoría, era mi mentor.

Nunca le culpé, pues su primera lección fue: “Nunca esperes de otro lo que tú no serías capaz de dar” Yo nunca hubiese abandonado a Clarise… ¿Por qué iba él a abandonar a los suyos?

Lo único que me quedaba ahora era mi preciada Lenaly, pues Nawiel había sucumbido a un trance de lágrimas y desesperación. El consejo fue cruel con ella con sus palabras, fueron despiadados e incluso llegaron a invitarla a marcharse. Desde luego dejaron claro que Ferwel era mucho más necesario en la aguilera que ella… una simple innata.

¡Desgraciados! Todos y cada uno de ellos darían al menos una de sus plumas porque la urdimbre fluyera en su interior. Egoístas y egocéntricos… ni siquiera se habían parado a pensar en las consecuencias de su palabrería.

Yo sí lo pensé, y peor aún, pude verlo.

Durante las dekhanas siguientes pude ver a mi adorada Nawiel sucumbir a la tristeza y al dolor, la vi hundirse en un foso donde no había fondo. La vi marchar a un lugar al que no podía acceder. Le supliqué que regresase, le supliqué que no me dejase… pero la mirada de Nawiel jamás se apartó del horizonte, quizá esperando, ilusa, que su hermano apareciese entre las sombras de aquellos pinos, ahora desprovistos de toda luz.

Aquella noche fue fría, tanto que mis plumas no dejaron de estar erizadas en ningún momento. Lenaly se acurrucó en mi cuello, arropándose con la camisa, tiritando de vez en cuando. Yo le susurré algunas palabras mágicas que no habían quedado en el olvido, y el calor pasó de mis dedos a su diminuto cuerpo, haciéndola sonreír.

Vera no había dejado ni un solo día la habitación de Nawiel, revoloteando a su alrededor buscando desesperada alguna reacción por parte de ella. Pero ni siquiera el lazo tan fuerte entre arcano y familiar había sido suficiente para arrancar a Nawiel de aquel estado lamentable en el que se encontraba. Aquella noche la pequeña hadita lloró desconsolada arropada en los brazos de Lenaly, ambas acurrucadas en el cuello de mi camisa, sintiendo el calor que mi magia les proporcionaba.

Al menos esa noche, ellas no pasarían frío.

- Buena luna nos dé Erdrie – me giré con lentitud, demasiada para la ligereza con que estaba acostumbrado a moverme, y clavé los ojos en la anciana que se me acercaba.

- Buena luna, Amat’lilè – se sentó a mi lado.

Amat’lilè, una de los ancianos que constituían el consejo, al igual que la avariel de más edad de la aguilera. Muchos eran los rumores sobre cuántas centenas había vivido, pero sólo se quedaban en eso… rumores. Ningún adulto se atrevió nunca a preguntarle la edad, y cualquier joven que así lo hizo, sólo obtuvo como respuesta la más dulce y misteriosa de las sonrisas.

Su cabello, largo hasta media espalda y ondulado desde la raíz, estaba sujeto en una trenza perfecta que se colocaba por delante realizando un dibujo serpenteante en el que fui incapaz de no fijarme. Su color, rubio como el oro, se había ido descolorando para dar paso al blanquecino brillante, único símbolo físico de que su tiempo había comenzado a terminarse. Un tiempo que nunca se vería reflejado en el grisáceo de sus alas, magnificas y escalofriantemente perfectas.

Su piel permanecía tersa a pesar de los años que arrastraba, y sus ojos, de un dorado impoluto, me miraron penetrantes.

- Largas dekhanas han transcurrido desde la pérdida de nuestro amado Ferwel, pero los días que han quedado atrás no han hecho mella en ti, joven Celedrian. Dime, ¿por qué?

- La inteligencia que Erdrie tan bien supo darme, me da el conocimiento suficiente como para saber que esa respuesta debo guardarla para mí… señora.

- Nuestra madre te obsequió con algo de lo que no todos son dichosos – me golpeó sutilmente en la frente – Habla con libertad, joven mago, no hay secretos en una familia.

Respiré hondo y analicé todas y cada una de las consecuencias que mis palabras podían acarrear. Sabía que no debía ser vulgar en mis expresiones, no debía exaltarme ni ponerme por encima del consejo… mi vanidad no iba tan lejos. La miré con decisión y apreté los puños.

- Grandes son las palabras que he escuchado por nuestro hermano perdido. Largas las ceremonias, los cánticos y los sermones. Pero todos han olvidado que aún hoy hay alguien que sufre por todos nosotros lo que todos juntos seríamos incapaces de soportar.

- Nawiel…

- No voy a defender sus actos pues también creo que fue imprudente, pero creo sinceramente que el consejo fue duro en sus palabras y que sobrepasó límites que una mente frágil como la de ella no es capaz de soportar.

- La vida es dura, joven avariel.

- Nosotros la hacemos dura, señora. Desde niño me enseñaron que el amor que Erdrie siempre ha proclamado por nosotros va más allá del entendimiento de cualquier terrenal común. Pero ahora veo que somos nosotros los que damos la espalda a un “hermano” que ha errado.

- Perdimos a un gran hombre.

- Y así perderemos a una gran mujer. Tanto que ustedes, el consejo, predican de la importancia de los innatos entre los nuestros, están dejando a uno de ellos que sucumba a una oscuridad de la que, llegado el momento, no podremos sacarla.

- El amor por esa chica nubla tu juicio.

- El orgullo de nuestra raza nubla el vuestro – Amat’lilè no aprobó aquellas palabras, lo pude percibir en sus ojos, mas no añadió nada más en aquella conversación que pudiera dar rienda suelta a mi enloquecido corazón.

- La decisión para la dama Nawiel fue tomada. Si ella ha optado por la rendición, no somos nadie para privarle de su destino. Nosotros resurgiremos de este bache, nuevas eras vendrán, nuevos problemas y nuevas decisiones. Tu camino es sencillo, Celedrian, puedes quedarte con tu familia o tratar de rescatar a un alma en pena… hermosa y única, sí, pero nada más que eso.

La sangre dejó de fluir en mis manos de lo fuerte que las apretaba contra las piernas. Ella se levantó y el plumaje se movió al compás de la suave brisa. Fue en ese momento, solo en ese instante, cuando entre el gris de aquellas plumas discerní un destello dorado que se escabullía entre las sombras, y unas alas blanquecinas que se extendían en su magnificencia, alargándose soportando el peso muerto de aquella figura mientras se dejaba caer hasta tierra.

Ni siquiera me despedía de Amat’lilè, me lancé hacia el vacío batiendo mis alas en el último momento para frenar mi caída y, sin tocar el suelo, las batí con fuerza siguiendo aquella estela dorada y blanca que tan bien conocía.

La alcancé en aquella laguna, casi en los límites impuestos, años atrás, por su hermano. La sujeté con fuerza de la muñeca y la obligué a posarse. La besé, con dulzura, con amor, y en sus ojos vi aún reflejados la tristeza y la pena que arrastraba desde hacía tanto tiempo.

Ella tan solo supo dedicarme dos palabras.

- Me marcho.

Fue tan dura y tan tajante, que supe que no importaba lo que le dijera, supe que no podía impedirlo de ninguna manera tradicional, así que la abracé, le sujeté con fuerza las manos, le coloqué aquel anillo que tan a buen recaudo había tenido y rogué a Erdrie y a Corellon por una bendición.

- Cásate conmigo, Nawiel.

El silencio sepulcral que invadió aquel claro fue tan doloroso que sentí enfermar. Sus ojos vacíos de todo sentimiento se volvieron fríos, y a pesar de que su rostro estaba sonrojado, ni siquiera esbozó una sonrisa. Me soltó. Ahora sé que intentó hacerlo de forma suave, pero sentí sus manos desgarrar las mías mientras se separaban y dejaban de rozarse.

Ella negó y quise creer que la rojez de sus ojos era el resultado de su lucha por no llorar… y no lo hizo… en ningún momento.

- Nawiel… sé que todo esto es muy duro. Sé que estás perdida en un lugar al que no me dejas ir, pero te pido, te suplico, que regreses conmigo.

- Ya no hay lugar allí al que regresar, Celedrian, no para mí.

- Pues marchemos juntos y formemos un hogar propio.

- Tu hogar está aquí, con tu hermana.

- Mi hogar está donde estés tú… - frunció los labios, no había respuesta para declaración semejante, sobretodo porque ambos sabían que era lo más cierto que podían decirse.

- Lo siento…

- Pues no te vayas – alzó la mano hacia mí, pensé que rozaría mi mejilla y besaría mis labios como tantas otras noches había hecho, pero aquella vez pasó de largo mi rostro, hundió la mano en el cuello de mi camisa, y sacó con una delicadeza exquisita a Vera, dormida y acurrucada, abrazando su propio cuerpo.

- He de enmendar el daño que he hecho. Mi hermano está preso en algún lugar y mi deber como hermana y como culpable, es encontrarle.

- El mundo no está hecho para nosotros. Tu hermano está perdido, Nawiel, sé que duele, sé que es terrible… pero debes aceptarlo.

- ¿Lo aceptarías tú si fuera Clarise?

Largos y eternos se hicieron los segundos que permanecí callado. Ante aquella pregunta yo no tenía respuesta que la retuviese. La voz de Nawiel se quebró cuando volvió a hablar y, al menos, aquello me hizo sentir aliviado. Así fue como demostró que le dolía marcharse.

- No estoy hecha para ti, Celedrian… y tú no estás hecho para mí. Llegará el día en que encontrarás a la mujer digna de ese anillo, y entonces, te darás cuenta de que esto fue lo mejor para ambos.

- Lo mejor para ti, querrás decir.

- Lo lamento… yo… no deseo permanecer más en esta aguilera… y no deseo que vengas conmigo.

Cerré el puño sobre el anillo y callé mis palabras. Después de todo, no iba a humillarme nuevamente. No lo acepté, no lo comprendí… pero Ythalir me había enseñado bien a respetar las decisiones de mis semejantes… y eso hice. Fue lo único que hice… respetarlo.

En la soledad de la noche, lo único que se escuchó fue el leve llanto de Lenaly mientras el dorado y el blanco se fusionaban con el espesor del bosque, más allá de los límites de nuestra aguilera… de mi aguilera. Lo único que se escuchó fue el latir pausado y casi inexistente de mi corazón destrozado. Lo único que se escuchó fue mi alma resquebrajándose.

Y aquella noche sin luna, incluso Sune lloró en la despedida.


Las puertas de Argluna se abrieron únicamente para mí. Las noticias del avistamiento de dos avariels por la zona avivaban mi esperanza. Esta vez podía sentir que Clarise estaba cerca, podía sentir que el final de mi viaje se acercaba.

Y al cruzar los portones de aquella ciudad recordé las palabras de Nawiel, aquella noche cuando insinuó que yo no abandonaría a mi hermana... y tenía razón. No lo había hecho.
Había dejado mi hogar, mi gente y todo lo que yo era para buscarla. Había mandado a mi pueblo a la ciudad bendita mientras yo vagabundeaba entre la plebe, solo para encontrarla.

Por eso, solo en ese momento, la entendí.
Por eso, solo en ese momento... la perdoné.

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