En los largos años de vida que
había sentido, nunca, en ninguno de ellos, hubiese apostado por despertarse
así. Siempre creyó que el sudor, los temblores y el latir acelerado del pecho
se deberían por algún estruendo, por alguna presión o por un dolor agudo. Pero
esa noche, Reizel se despertó con el corazón en el puño debido únicamente, al
silencio.
Su esposa descansaba
plácidamente a su lado, acurrucada a él, como una niña indefensa que busca
protección en una criatura más fuerte, como hacía su preciada y única hija en
las noches frías, cuando salían más allá de la protección de la arboleda.
El chamán se deslizó con
cuidado entre las sábanas, realizando movimientos lentos, muy lentos… tan
lentos que las finas mantas que cubrían el cuerpo desnudo de Missara no se
movieron lo más mínimo.
Se cubrió el cuerpo con la
vieja túnica que utilizaba cada día, en sus rezos matinales, y se encaminó
fuera de la pequeña cabaña, dando una larga bocanada de aire al pisar la hierba
del exterior.
La fogata aún humeaba, único
detalle perceptible ahora de la reunión realizada durante la noche. Se acercó y
se agachó frente a ella. El delgado hilo de humo que se dejaba entrever aún
desprendía ese olor a incienso quemado, mezclado con aloe vera, menta y jazmín.
Sonrió recordando lo sucedido, lo hablado y lo discutido. Aquella arboleda
rezumaba paz y tranquilidad, y el recuerdo de la decisión más difícil le
golpeaba cada día.
Missara dejó de dormir a su
lado durante un año entero, dejó de comer, de rezar… Hojaverde lo intentó todo,
pero nada funcionó.
Al final, Reizel dedujo que el
tiempo que su esposa necesitó para perdonarle, era suyo. Fue ella la que
decidió cuándo terminar el luto, cuando alejar la tristeza y cuando terminar d
ignorarle. La noche que ella apareció de nuevo en su puerta y le sonrió, de
aquella forma que sólo ella sabía, supo que el castigo había finalizado.
No se sentía orgulloso, pero
al menos los reportes de Shía los tranquilizaban. “Yo misma le entregaré un compañero que la protejera y velará por ella
en todo momento. Tu hija estará a salvo, te lo prometo” Eso había dicho
Hojaverde tiempo atrás… y eso había cumplido.
Shía Malvart’lik, a ojos de
todos los seres vivos que podían existir, una osa de mal carácter. Eran muy
pocos los que sabían a ciencia cierta cuál era su verdadera naturaleza.
Hojaverde era una de ellos… y desde el día en que Isazara se marchó, él
también.
Ciertamente “marcharse” no
podría ser la definición a lo que sucedió… pero era algo que decidió no volver
a recordar. Demasiado doloroso… demasiado cruel.
Alargó la mano hacia la
tierra, tomando un poco de ella entre sus manos, sintiéndola, frotándola contra
su palma. Acercó la mano sobre la hoguera, dejando que el humo pasase a través
de él, y cerró los ojos.
El tiempo se detuvo entonces
para él. Su cuerpo se despojó de su alma, espíritu y mente, que volaron libres
como un ave… como un cuervo que sobrevolaba ciudades y bosques en busca de
algo, una mancha rojiza en el tiempo, en el firmamento. Un gruñido, un grito
alocado, un desgarro mortífero.
El frío al que llegó le heló
las plumas, pero él continuó volando. Allí, entre los árboles, allí un destello
no cuadraba con el verde y marrón del bosque. Allí una niña descansaba
tranquila, con la protección de una osa que prometió cuidarla, y el calor de
una hoguera.
El cuervo quiso graznar, pero
ningún sonido salió de su pico. Quiso revolotear sobre aquella chiquilla, pero
ella ni si quiera le veía.
Ahora estaba despierta y
miraba fijamente algo… un animal… no, un hombre. Sólo tenía ojos para él, que
la miraba y se comunicaba con ella por gruñidos o ronroneos, al más puro estilo
animal.
Isazara se distrajo tras un
pequeño animal, eso hizo sonreír al cuervo, cariñoso… paternal. El hombre silbó
y la pequeña corrió a su lado tomándole de la mano.
- Necesito las dos manos para defenderme,
niña – pero ella no le soltó – Mete esto en tu cabecita, debes ser el cazador,
no la presa. Mantén los sentidos siempre alerta.
Abrió los ojos a la par que la
tierra tapaba el último hilo humeante, apagando así por fin la hoguera, dando
muerte a un fuego consumido. Suspiró y miró las cenizas. Quizá así fuese mejor,
al menos sabía que algún día, alguien se haría cargo de ella.
Reizel se irguió y miró al
cielo, estirando su cuerpo castigado, ya mayor aún para ser mestizo. En su
mente se crearon imágenes de su princesa riendo, correteando entre aquellos
hogares como cualquier otra hija de aquel bosque. Pero bien sabía él que sus
risas y sus lágrimas se perderían entre unos árboles que él jamás vería.
Lo único que soñaba era que
llegase el día en que su visión le mostrase a una hija adulta. Quizá, con
suerte, le mostrase el día en que Isazara regresase…
Quizá…
Se dio la vuelta y volvió a su
cabaña. Missara seguía en la misma posición, aún dormida. Se tumbó a su lado y
la beso en el pelo, acurrucándose, sintiendo su cuerpo cálido, su piel fina y
suave. Cerró los ojos y sonrió. La imagen de su hija fue lo último que recordó
antes de dormirse. La imagen de su niña pelirroja persiguiendo a un hombre,
cuanto menos, peculiar.
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