Primera dekhana del mes.
Esa mañana el cielo estaba
encapotado en las tierras de Cormanthor. A pesar de que el horizonte estaba
nublado, y la densidad impedía ver más allá de varios metros de lejanía,
Missara no anuló sus rezos matutinos.
Como cada primer día de mes,
caminó en silencio con la única prenda de un suave camisón blanco de seda, que
arrastraba su cola por la hierba húmeda, tornando el borde del marrón claro
propio de la tierra.
Ella, hermosa, delicada y
frágil, dirigió sus pasos hasta un pequeño estanque sagrado no muy lejos de la
arboleda, donde cada primera mañana del mes, bañaba su cuerpo desnudo dejando
que las pequeñas hadas revolotearan a su alrededor, cuchicheando vergonzosas.
Su piel se erizó al contacto
con el agua, pues aquella mañana estaba más fría que de costumbre. El aire
arremolinó su cabello y el inicio de la lluvia hizo que aquel ritual fuese más
hermoso que de costumbre. Las pequeñas gotas rebotaban con elegancia en su piel
blanquecina mientras su aliento formaba pequeñas nubecillas de vaho a su
alrededor.
El silencio, infinito e
imperturbable, ni siquiera se vio alterado cuando una segunda figura se acercó
al estanque, observando con seriedad cómo la mestiza se bañaba mientras
dedicaba un baile lento al viento y a los dioses.
Sus ojos se encontraron
interrumpiendo así la danza. Missara miró a la otra presencia confundida,
alterada y, ¿por qué no decirlo?, temerosa. Pues no era un humano quien
observaba. No era un elfo o un mestizo. No era ningún ser mitológico ni ningún
Dios curioso que hubiese decidido presentarse.
Tan sólo una osa, de pelo
brillante, afilados dientes y ojos intensos que la miraban penetrantes.
Correr era inútil, ella bien
lo sabía.
El animal se acercó con
lentitud y se introdujo en el estanque, acercándose a la mestiza, paralizada
bien por miedo, o por curiosidad. La rodeó varias veces, olfateando hacia ella,
mientras luchaba por deshacerse del agua que se pegaba a su cuerpo. Missara
inclinó la cabeza, con cortesía y respeto. Su esposo le había enseñado el
lenguaje de los animales, pero el miedo a cometer algún fallo y molestar al
animal se apoderó de ella, y prefirió permanecer en silencio.
La osa se acercó de nuevo,
hasta colocarse frente a ella. Gruñó con decisión provocando en Missara un
escalofrío. Se alzó sobre sus patas traseras y rugió con más fuerza, salpicando
agua en la cara de la semielfa.
De nuevo sus ojos se
encontraron, y el rojo intenso que el animal hacía brillar, de pronto, se tornó
negro.
“ - Siempre supe que no era una osa normal –
la joven Isazara vendaba una herida en el brazo de aquel hombre llamado Marcus.
- ¿Qué quieres decir?
- Bueno, nunca se
comportó como tal, era más bien un cambio de personalidad repentino. Shía
siempre ha sabido lo que sucedía a nuestro alrededor, siempre ha sabido lo que
debíamos hacer o a dónde debíamos ir.
- No comprendo…
- Bueno… no lo sé con
certeza pero… creo que era una cambiante”
Reizel abrió los ojos
sobresaltado. Una nueva visión, aunque esta vez no tenía claro si había sido
del futuro… del presente… o quizá del pasado… últimamente su percepción del
mundo empezaba a estar distorsionado.
Acercó una mano a su lado,
buscando la calma en el cuerpo de su esposa. Pero ella no estaba.
Suspiró y miró por la ventana.
- El primer día del mes…
Se vistió con parsimonia
consciente de que Missara no regresaría hasta el atardecer. Volvió a cerrar los
ojos, ya vestido y sentado al pie de la cama, respirando hondo varias veces,
haciendo acopio de todas las fuerzas a las que debía reunir cada mañana al
levantarse.
Un rostro le vino a la mente.
Una mirada infantil convertida ahora en adulta, una melena rojiza llena de
hojas y ramas, ahora convertida en divertidos tirabuzones enredados con gracia.
Un cuerpo pequeño ahora crecido y con líneas definidas… toda una mujer.
La culpa aún seguía
persiguiéndole, a pesar del transcurso de tantos años.
- ¡Reizel!
El grito provino del exterior.
Él se incorporó en apenas un pestañeo y salió de la pequeña tienda extrañado.
Hojaverde no debería estar allí.
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