miércoles, 27 de octubre de 2010

Capítulo 10. Muerte (final)

El tiempo se volvió lento y pesado, vi caer su cuerpo como un árbol, desplomándose a cámara lenta para caer en un sonido desprovisto de cualquier cosa. Mi último ataque, mi baza mejor guardada, utilizada contra aquel que por un lado me había ayudado… aunque también me había traicionado.
Le miré tumbado bocabajo, inmóvil…
Imposible…

Me hubiera gustado correr hacía él, intentar algo. Pero Edharae ya corría hacia mí, con aquella sonrisa en su rostro que tanto detestaba. El chico de ojos dorados había recuperado la compostura y miraba el cuerpo de Richard entre incrédulo y complacido.
Lo único que pude ver, antes de tener que esquivar al sacerdote, fue que le golpeó con el pie levemente, seguramente comprobando su estado. Richard no se movió ni un ápice, y yo tuve que lanzarme al suelo y rodar sobre mí misma.
Desenvainé los estoques. Tormenta vibró en mi mano, la sacudí y una tenue melodía me envolvió, dándole a mi espíritu la fuerza que necesitaba. Edharae no comprendió el cántico y su sorpresa me dio la ventaja. Le golpeé en la cara con la empuñadura de Tormenta, me agaché girando sobre los talones y le rasgué los muslos con el otro estoque, dejando que el ácido hiciera el resto.
No gritó, sonrió complacido. Sabía que iba en serio.
Por el rabillo del ojo vi una sombra moverse y un destello dorado que se acercaba con elegancia. Me lancé hacia delante, apoyando los estoques en el suelo, impulsándome después hacia arriba, para enderezarme.
Edharae lanzó, al que había sido el oponente de Richard, una mirada asesina. Esta guerra siempre había sido nuestra, solo de él y mía, pero ese chico no parecía querer entender la situación. Se adelantó y cargó contra mí. El sacerdote simplemente suspiró y se quedó mirando.

Oscuridad, aquella a la que tantos odian y tantas veces usé. Ahora, era ella dueña de mí y no podía hacer nada para resistirme. Escuchaba el clamor de la batalla cerca de mí, pero no podía sentirlo, todo estaba difuminado... Cada vez se escuchaba todo más lejano. Algo en mí me exigía luchar, pero mi cuerpo seguía sin responder.
Esta no era la muerte que tenía en mente para mí...
Quise combatir, quise luchar como siempre había hecho. Salir de aquel infierno como siempre hice tiempo atrás. Quise alargar mis manos hasta las Gemelas. Las sentía, sabía dónde estaban.
Levántate, me dije. Levántate ahora.

Me rasgó el brazo, las dos piernas y me abrió una herida cruzando el ojo izquierdo. La sangre me nubló la vista, y creo que fue eso lo que me hizo imaginarme el cuerpo de Richard moverse y alargar una mano hacia una de las katanas. Quizá el deseo de contar con su ayuda me jugaba una mala pasada.
Edharae empezaba a impacientarse porque, al parecer, el muchacho contra quien peleaba me superaba.
Mi arte no eran los estoques. Göyth me había enseñado bien, me había guiado, pero yo era arquera. Mis armas se movían con elegancia pero no con la precisión de las que eran capaces las de él.
Edharae susurró algo que mis oídos no alcanzaron a escuchar y desapareció. Me quedé atónita mirando el lugar vacío dónde había estado. Craso error.
Sentí una mano fría que me agarró del cuello, apretando en la cicatriz años atrás hecha. Desvié la mirada hasta encontrar sus ojos, oscuros y siniestros. No sonrió, no hizo el más leve gesto, no hubo la más mínima expresión cuando me tiró de bruces contra un árbol. Me golpeé la nariz, la sangre que manaba del corte en el ojo me emborronó del todo la visión, sentí un fuerte dolor en el costado y un aliento cálido en mi cuello.
- Deja de jugar – me susurró, mientras clavaba un par de centímetros más la daga en mi espalda –. Hoy no habrá piedad, ni intromisiones… ni siquiera amigos que te socorran, Ithiria.
- Me llamo Aluriel.
Eché la cabeza hacia atrás con fuerza, golpeándole en la cara. Escuché un “crack”, que deduje sería su nariz, y me soltó.

El chico de ojos dorados apareció de nuevo. Sus movimientos fueran rápidos y certeros, nos alejamos de Edharae mientras nos seguía con la mirada, cansado e impaciente. Me golpeó de nuevo, tantas veces que dejé de sentir dolor en partes específicas, para sentirlo de forma constante en todo el cuerpo.
Me temblaron las rodillas, me golpeó con fuerza la cara y me tumbó.
- Sí, Ithiria, deja de jugar – alzó el arma y la dirigió con precisión hacia mí.
Algo, no supe en el momento el qué, lo detuvo. Su cara se tornó sombría y la de Edharae se inundó de sorpresa.
- Te ha dicho que se llama Aluriel.

Incrusté la flecha en su cuello, aquella flecha que me había hecho caer poco tiempo atrás. Aquel palo negro que puede hacer caer al más aguerrido guerrero. La clavé con la mayor de mis intenciones, haciéndola desaparecer en su cuello.
Sus ojos estaban fuera de sí, y la boca entreabierta.
- Aunque supongo que no podrás pronunciarlo nunca más...

La punta de la negruzca flecha asomaba por el cuello, le había arrancado la nuez.
Mi brazo izquierdo estába inmóvil. Pero eso no impedía que blandiera una de las katanas con la derecha. Ahora mis golpes serían más lentos, pero más certeros y moríferos.
Observé a los dos intermitente y no pude reprimir una de mis mejores sonrisas.
- Ahora tengo una duda... ¿Con quién debo acabar? ¿El clerigucho? o... ¿Con la estúpida elfa que no sabe dirigir sus flechas?


Vi en sus ojos que era sincero, no hubiera pestañeado ni un segundo arremetiendo contra mí. Pero Edharae fue más rápido. Cuando acabó de hablar le vi alzar una mano, de su túnica surgió una nube oscura que avanzó como una tormenta hacia nosotros. Ninguno pudimos reaccionar.
Escuché el golpe de dos armas y supe que Edharae se había lanzado contra Richard, seguramente para quitarle de en medio. Palpé el suelo hasta encontrar el cuerpo sin vida del chico de ojos dorados, mi mano se pringó del líquido carmesí, que manaba de su cuello, mientras buscaba mi flecha.
La encontré, la arranqué con toda la brusquedad que pude y corrí fuera del globo de oscuridad.

No veía nada, pero sí los escuchaba. Sin duda un combate que hubiera sido digno de ver, pero Edharae era el mejor sacerdote sharita que había conocido nunca, y en consecuencia, tramposo. Apreté la flecha negra en mi mano. No lo vi, pero brilló entre mis dedos.
La masa de oscuridad se deshizo en una pequeña abertura, justo lo que necesité para verles. Edharae me daba la espalda, sus armas se golpearon con fuerza y la del sacerdote se quebró. Dio un salto atrás, sin saber que así se acercaba a mí, y comenzó a conjurar en una lengua que no pude entender.
No hubo tiempo para más, no quise pensar, solo reaccioné.
Nunca había sido tan rápida, y creo que si quisiera hacerlo de nuevo, no podría. Corrí hacia ellos y al alcanzarles golpeé a Edharae en las rodillas, haciéndole caer.
Le apunté con el arco, presionando la punta de la flecha negra contra su nuca.
- Tocado y hundido… se acabó el juego, Edharae.

De sus manos surgieron haces de luz rojiza que nos envolvieron a ambos, haciéndonos desaparecer. Lo único que se escuchó, fue el sonido de una flecha dispararse.
Cuando el haz de luz se disipó, tan solo Aluriel estaba allí. No sé dónde fue el cuerpo del sharita, ni la flecha que tanto había incordiado… y no pensaba preguntarle.
- Se acabó Richard – no parecía complacida - ¿Quieres que trate tu brazo? Tengo un ungüento que...

No pude terminar la frase, enfundó sus armas y me dio la espalda.
- Se cuidarme solo - Me dedicó una última mirada y esbozó su característica media sonrisa - Pero tranquila, aún tenemos que acordar el pago del trato.
No me dejó sanarle, a pesar de que hubiese hecho la recuperación mucho más rápida. Supongo que, al final, Richard era y siempre sería, un hueso duro de roer.

Allí donde el cuerpo sin vida de Edharae y la flecha incrustada en él estuvieran, era todo un misterio. Lo único que sabía, con total certeza, era que se había terminado.

Solo tú, Edharae… o solo yo.

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