Enredaba los dedos en su pelo, tirando con delicadeza de algún mechón, mirándole sonriente. Él, ajeno a mis caricias, totalmente sumido en el sueño profundo propio de los humanos, respiraba tranquilo apoyado en mi pecho, abrazándome protector.
Besé con dulzura su frente mientras entonaba una suave melodía apenas perceptible. Mis años de trovadora habían quedado atrás pero el sentimiento afloraba en más de una ocasión y surgía solo de mis labios.
La oscuridad de la noche traía consigo una paz relajante en aquella pequeña habitación, paz rota tan solo por nuestra respiración. Él abrió los ojos y me miró sonriendo, estirando su cuerpo adormecido, recuperando la movilidad de su musculatura. Volví a besarle y nos dejamos llevar por una unión que no parecía tener fin.
El silencio fue quebrantado por un cántico lejano, la voz de una mujer se escuchó temblorosa como un eco, un lamento hecho melodía que, ambos, escuchamos con sorpresa. Aquel llanto se adueñó de nuestros corazones haciéndoles sentir la agonía, la duda y el temor de toda nuestra existencia.
Un brillo rompió la leve oscuridad del cuarto, y miré en dirección al pequeño mueble, donde el arco y los estoques descansaban con tranquilidad. Mas fue uno de ellos el que volvió a brillar, el extraño estoque conseguido gracias a un arpista que detestaba, el estoque guardado en aquella vaina blanca.
Las guardas del estoque brillaron ligeramente, contrastando con la luz que las velas arrojaban sobre el marfil. El brillo, se acentuaba y atenuaba, respondiendo al canto triste y al lamento de la mujer, cuyas lágrimas parecían dibujarse en las guardas del arma.
Dudosa al principio y decidida después, alargué las manos hacia el estoque y lo tomé con extremada precaución, sosteniéndolo con cuidado, observándolo. Tan solo hizo falta el leve roce de mis dedos para que el dolor y la angustia se apoderasen de mí. Lo acerqué a mi pareja y en ese instante las chispas nos rodearon, varios rayos cayeron sobre nosotros, obligándonos a cerrar los ojos, sorprendidos.
Y al abrirlos… todo había cambiado. Las pareces se habían estrechado y transformado en roca, la temperatura subió considerablemente y la voz que antes lloraba a través del estoque, se escuchaba ahora en la lejanía, en algún punto en el lugar donde, de alguna forma, nos habíamos teleportado.
Connor me miró extrañado aunque no sorprendido, ya le había puesto al tanto de mi “viaje” con Rael, cincuenta años atrás, al Castillo Puerta del Infierno. En aquella ocasión, las dos estábamos protegidas por un aura a nuestro alrededor… pero ahora… parecía tan real…
Todo estaba vacío, caminábamos en silencio por aquellos pasillos de piedra, ignorantes de lo que nos esperaba más allá de dónde podíamos ver, atraídos por un cántico lúgubre y melancólico, que atravesaba nuestro pecho y nuestra alma, haciéndonos sucumbir también al dolor y la pena. Angustia, tensión… la misma sensación saboreada antes de morir por aquel que se sabe condenado.
Pasillo recto, largo dónde los hubiera… y al girar la esquina, de la nada, casi aparecidas del vapor, seis súcubos que susurraron al aire haciendo aparecer a sus fieles convocaciones. Connor apenas tuvo que esforzarse para acabar con ellas. Yo tan solo podía mirar el cristal rojizo que se hallaba suspendido en el aire tras nuestras enemigas mortíferas, ni siquiera me di cuenta de las enredaderas que me rodeaban hasta que el grito del maestro de guadaña me sacó de mi ensimismamiento.
No se escuchó nada, ni un grito, ni un golpe… solo nuestras voces y el canto de aquella fémina, que seguía retumbando por aquellos pasillos mientras los cuerpos de las súcubos se desvanecían entre chispas frente a aquel cristal rojizo.
Lo miré de reojo al pasar por su lado, pero no le presté mayor atención que esa. Sin embargo, el gruñido de Connor me hizo detenerme mientras él hundía su mirada en la forma romboide del cristal. Desvió la mirada hacia mí, clavando sus ojos tristes y preocupados en mi figura.
- Déjame ir delante… ¿quieres? - asentí y me acarició el brazo al pasar por mi lado, yo le miré extrañada.
Las hordas de súcubos nos asaltaron de nuevo y una vez más acabamos con ellas, sorprendidos, alterados y cada vez más hundidos en una pena que ni siquiera era nuestra.
Connor se sujetó la cabeza como si le doliese horrores y me miró preocupado. Más allá de él, el rugido de cuatro Baalors hizo que mi cuerpo entero se estremeciera.
- Alu… - me acarició la mejilla.
- Casi no sobrevivo a uno… ¿cómo diantres se supone que vamos a enfrentarnos a cuatro? – miré enfadada el estoque y escuché dolida el lamento que susurraba por la estancia. Connor cogió mi mano y la apretó con fuerza, frustrado.
- Alu… tengo la impresión de que algo malo va a suceder… ese cristal… cuando lo he mirado…
- ¿Qué has visto?
Frente a nosotros se alzaba un puente que cruzaba un mar de lava candente, las gotas salían despedidas a nuestro alrededor, sin tocarnos ni herirnos, pero el calor era casi asfixiante y el cántico deprimente no ayudaba a pensar.
Vi el miedo en los ojos de Connor, mas no era temor por la lucha… ni siquiera por las criaturas que nos esperaban más allá de ese puente. Temía por mí.
Giré sobre mis talones y me dirigí hacia el rojizo cristal flotante. Lo miré, lo miré fijamente y con decisión.
Poco a poco la nieblilla que contenía fue tomando forma hasta construir una imagen, una mano… un brazo… el brazo de Connor, extendido e inerte en tierra con su brillante guadaña ensangrentada junto a él.
Me aparté de aquel objeto luchando por borrar esa imagen de mi cabeza, pero la duda y el miedo se hizo hueco. Ni siquiera sabía si lograríamos salir de allí.
Sentí los brazos de Connor rodearme y su cuerpo apretarse al mío. Le devolví el abrazo aunque fui incapaz de deshacerme de la tensión.
- Estas son la clase de cosas que suceden por querer ayudar a todo el mundo… debí ensartarle el estoque a Astarte en un ojo cuando pude.
Él sonrió y se apartó ligeramente de mí, mirándome con cariño. Fue solo un segundo el tiempo que tuve para perderme en sus ojos, sólo un segundo, antes de que su armadura se rasgase por completo, salpicándome la cara de sangre… su sangre, mientras se derrumbaba en el suelo con el rostro desencajado.
Mi pelo comenzó a gotear aquel líquido carmesí y yo tan solo pude quedarme mirando su cuerpo inerte frente a mí. ¿Así iba a acabar todo? ¿Tan fácil? ¿Tan rápido? ¿Tan solo una leve mirada antes de perderle para siempre? Mis ojos se llenaron de lágrimas, aunque yo era incapaz de darme cuenta, tan solo podía sentir el sabor metálico de la sangre en mis labios… último recuerdo que me llevaría de él.
Sentí un chasquido de dedos frente a mí y enfoqué la mirada. Connor me miraba extrañado. El cuerpo sin vida del hombre que amaba había desaparecido, la sangre ya no hacía palpitar mi rostro y el sabor en mi boca había desaparecido. Allí tan solo estaban sus ojos, mirándome con preocupación. Le abracé y lloré confundida, sin entender qué o quién era el que me había sometido a tal tormento.
- Ya está… tranquila – Connor acarició mi pelo y susurró palabras de aliento, tratando de calmarme. Yo me sentí perdida, sin ánimo ni fuerza para seguir - ¿También lo has visto? ¿Dentro del cristal?
- Acabas de morir frente a mis ojos… sin más…
- ¿Qué dices? Si no me he movido de aquí… Te has quedado pálida de pronto y no reaccionabas – desvié la mirada hacia el cristal y Connor sujetó mi barbilla obligándome a mirarle – Ya hemos mirado ahí dentro suficiente.
Echó un vistazo alrededor barajando las posibilidades. Tras un par de minutos me cogió de la mano y me miró decidido.
- Creo que debemos continuar.
Le miré no muy convencida pero le seguí. Mientras cruzábamos el puente y las figuras de los Baalors se hacía visibles, una fuerza mayor me hizo aferrarme a la empuñadura del estoque, mis dedos se ciñeron a él por pura atracción y, aunque no rocé ni una sola vez a ninguno de los gigantes ardientes, luché decidida con él.
Pensé que debería dar gracias a Selune cuando todo terminase, por tener un guerrero como Connor a mi lado día y noche.
- Sigamos adelante – él estaba más animado, la pelea había costado pero los habíamos derrotado, y esa pequeña victoria provocaba en Connor algo de esperanza – Sea lo que sea lo que nos espera, es inevitable.
Atravesamos un par de pasillos más, algunas salas vacías y un par de puertas con inscripciones desconocidas para ambos. Al final, todo desembocaba en una sala gigantesca, desde la cual se oía perfectamente el canto de aquella mujer.
Entrecerré los ojos distinguiendo dos figuras entre el vapor del fuego y allí, de rodillas alzando su lamento al aire, estaba Tormenta Manoargentea, sujetando con dolor la mano de su amado, Maxam, cuyo cuerpo inmóvil yacía frente a ella, dando sus últimas bocanadas de aire.
Dos pasos más hicieron falta para ver, algo más lejos de ellos, una inmensa figura que se alzaba tranquila, como si esperase algo. Un demonio de dimensiones incalculables, de un tamaño que yo jamás hubiera visto.
Mi cuerpo se congeló, a pesar del calor que hacía, cuando el demonio desvió sus rojizos ojos hacia nosotros. A pesar de su fría mirada, conseguimos acercarnos a la pareja buscando alguna forma de ayudar al arpista.
Su armadura estaba completamente desgarrada, mostrando tres grandes agujeros en el abdomen. La sangre inundaba el suelo mientras Tormenta seguía cantando, derramando lágrimas sin percatarse de nuestra presencia. Sólo tenía ojos para su amado, que se le escapaba entre los brazos.
La impotencia nos invadió, nada había que pudiéramos hacer por ellos, más aún tras darnos cuenta que sus cuerpos parecían no estar allí, parecían casi etéreos… como una ilusión más dentro de aquella pesadilla.
De entre el silencio que aquella canción imponía en todo lo demás, los labios de Maxam susurraron un “te quiero” y sus ojos se cerraron dejando escapar su vida. La voz de Tormenta se quebró, el canto se interrumpió y rompió a llorar hundiendo la cabeza en el cuello del arpista.
Yo no pude contenerme y rompí a llorar también, recordando la imagen de Connor desplomándose, intentando soportar lo que sería la agonía de perderle.
La voz gutural del demonio remplazó el réquiem de Tormenta al pronunciarse.
- Muy entretenido, viniendo de una de las hijas de Mystra.
El estoque de Maxam, latente en el suelo, brilló sincronizándose con el fulgor de las guardas del arma gemela que portaba en mi cinto, arma que se desvaneció sin previo aviso.
- Juguetes nuevos – dijo el inmenso demonio girando su cuerpo hacia Connor, mirándole con diversión - ¿Durarán más que el último? – extendió sus alas al máximo y encaró al guerrero.
Las guardas del estoque de Maxam volvieron a refulgir, con más intensidad. Tormenta, a pocos metros de él, repasaba con un dedo, en un último adiós, la mejilla de su amado, sin dejar de llorar, desconsolada.
- Humanos…débiles y arrogantes… Estáis en mi hogar ¡y aquí pereceréis!
- ¿Qué quieres de nosotros? – Connor estaba en guardia, esperando el primer ataque de aquel ser infernal. La criatura lo miró y rió goloso.
- Me pregunto si esa otra hembra llorará tanto por ti – me miró divertido - ¿Llorarías tú tanto por la pérdida de tu hembra?
Llevé mi mano al arco, dispuesta a apuntarle y disparar, demostrarle la arquera que había en mí, hacerle tragar sus amenazas. Pero el cántico volvió a mis oídos, la suave melodía cautivó mi alma y mis ojos se dirigieron solos al estoque latente en el suelo.
Quizá fuera una locura… quizá sólo era otro maldito sueño. Pero algo, quizá los dioses, me impulsó a coger aquella empuñadura, dirigir su filo hacia el demonio y liberar el poder casi marchito en él.
El cántico triste no cesó durante la batalla, pero por alguna razón aquel lamento ahora nos daba fuerza y debilitaba a aquel demonio. Sus garras se hundían en nosotros pero no había herida alguna cuando se separaba. Su cuerpo sin vida cayó a nuestros pies tras un largo combate, desapareciendo junto con la elegida de Mystra y el cadáver de su amado tras un largo chisporreteo.
La espada cesó su canto y yo, llena de tantos sentimientos enfrentados, lo único que necesitaba hacer, era besar a Connor.
Nos fundimos en un beso convirtiéndonos en uno solo, le sentí más cerca que nunca y esa sensación hizo mella en mi alma, nunca, jamás podría soportar perderle. Jamás nadie me apartaría de él.
Al abrir los ojos y mirarle, las paredes de piedra se habían desvanecido, y la pequeña y oscura habitación volvía a encerrarnos. Fuera, seguía siendo de noche, las velas apenas se habían consumido y las sábanas seguían igual de revueltas que cuando habíamos desaparecido.
Ya no había tensión, ni miedo, ya no reinaba aquel sentimiento de pérdida y frustración. Ahora, lo único que había era el amor inmenso por aquel humano que se hallaba frente a mí, un amor demostrado en un nuevo beso que hizo arder nuestros cuerpos; un beso que jamás podría enfriarse.
La vaina blanca reposaba ahora en mi cintura, bien sujeta y bien controlada. El estoque que había empuñado frente aquel demonio había regresado aferrado a mi mano. Ahora, el alma de Maxam y el amor de Tormenta palpitaban con fuerza en él. Un arma de la que nunca me desharía, un arma que me acompañaría hasta el fin de mis días. Una melodía que sonaría como un susurro tras mis pasos.
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