viernes, 24 de septiembre de 2010

Capitulo 14. Edharae



Desperté desorientada. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente ni dónde estaba. Unas sábanas de seda cubrían mi cuerpo desnudo, vendado casi en su totalidad. Ninguna de las vendas lucía rojo carmesí, así que deduje que mis heridas se habían cerrado.

La habitación era pequeña, mucho más pequeña de lo que hubiera imaginado o deseado para pasar mis noches. Me incorporé arrastrando la ligera sábana conmigo, envolviéndome en ella. Mis pies descalzos se pusieron de carne de gallina al contacto con el frío suelo. Caminé despacio, intentando no hacer ruido, buscando mi ropa sin éxito.

La pequeña y destartalada puerta estaba entreabierta y miré con toda la discreción que pude por la rendija que dejaba. No había nada al alcance de mis ojos, lo que no significaba que no hubiese nada más allá. Me apoyé en la pared nerviosa. No conocía aquel lugar. Dudaba que Connor hubiese despertado en Argluna y me hubiese encontrado en el Paso…

Miré al frente, sorprendida… Connor era realmente diestro con la guadaña… ¿no podría ser…? ¿Quizá hubiese acabado él con Edharae? Esa idea, por alguna razón, me horrorizaba.

Y si no era así… ¿cuánto tiempo llevaba desaparecida?

Escuché un crujido fuera y me sobresalté. Quien fuera el que me hubiese ayudado, al menos le debía un agradecimiento… aunque hubiese preferido hacerlo vestida.

Abrí con cuidado la puerta y salí a la habitación contigua observándola. Parecía una cocina vieja de una casa tiempo atrás olvidada. Alguna estantería con polvo, cacharros oxidados, una mesa llena de libros y papeles desperdigados y un hombre sentado en una silla frente a ellos, ojeándolos.

Apreté el nudo de la sábana con rabia y clavé mis ojos negros, ahora brillantes de ira, en aquel condenado humano. Él me miró. Me miró de arriba abajo y sonrió con lascivia.

- Mi ropa – exigí.

- Considero que así vas muy apropiada – su voz, como siempre, era serena y melodiosa. Sus ojos azules me miraron en un vago intento de cautivarme. Me limité a quedarme junto a la puerta, observándole.

Edharae realizó varios trazos, con un carboncillo casi gastado, en un par de hojas sueltas, lanzándome miradas furtivas que no trataba de ocultar. Aquello sin duda era, cuento menos, incómodo.

- Edharae, devuélveme mi ropa – como siempre había hecho al escuchar su propio nombre, me atravesó con la mirada. Sus ojos fríos y siniestros penetraron en mí, y un único cabeceo hacia una cómoda fue la respuesta que recibí.

Me acerqué con cautela, sin quitarle el ojo de encima. Él volvió la mirada a sus papeles y aquello me desconcertó. Abrí la cómoda y comprobé que guardaba mis ropas, así como los tres estoques en sus vainas y el carcaj vacío. Lo tomé todo como pude y regresé a la habitación para cambiarme y colocar cada cosa en su sitio. Retiré todas y cada una de las vendas que cubrían mi cuerpo, comprobando que apenas habían quedado pequeñas cicatrices que, gracias a los cuidados recibidos, desaparecería con muy poco tiempo.

Miré hacia fuera, extrañada.

Al regresar, el sacerdote Sharita seguía sentado en la misma silla, con mi arco apoyado en el respaldo y la flecha negra, que tan preciada me era, girando entre sus dedos.

- ¿Te adueñas de mis pertenencias?

- ¿No crees que ya va siendo hora de cambiar esto que llamas arma?

- Lo que no creo es que sea asunto tuyo – él sonrió con frivolidad, pero no se movió ni un ápice.

Eché otro vistazo a la habitación reparando solo entonces en la alabarda que había apoyada en la pared, junto a lo que parecía la puerta de salida, y dos kukris reposando tranquilos en la mesilla de al lado.

Mi cuerpo reaccionó, me puse alerta, los nervios de estar en desventaja me traicionaron y el humano lo notó.

- Tranquila – intenté fingir indiferencia. Mis años de teatro ayudaron en esa ocasión pues él rió creyendo de veras que me daba igual –. Siempre tan indiferente. Ese elfo pelirrojo hizo un buen trabajo contigo.

- Nadie ha hecho ningún trabajo conmigo.

- Te equivocas Ithiria, son muchos los que te han trabajado – mi rostro enrojeció por la ira. ¿Pero qué se creía? - ¿Crees que no te he visto pasar de unas manos a otras?

- Quizá deba sacarte los ojos para que dejes de ver estupideces que tú mismo imaginas.

- Pobres mortales, al final el punto débil siempre acaba siendo el mismo – se levantó y me tensé ante sus pasos dirigidos hacia mí. Al llegar a mi altura tan solo me golpeo con sutileza el pecho, el lado del corazón. Me miró y ladeó la cabeza – No tienes miedo.

- ¿De ti? – reí con mofa y él sonrió.

- De estar sola, perdida en ninguna parte con tres hombres que bien pueden volver a darte la paliza de tu vida… sanarte… - se acercó a mi oído y fue bajando el tono de su voz - volver a golpearte… sanarte… y así una y otra y otra y todas las veces que hagan falta hasta que saciemos nuestra necesidad de verte sufrir y suplicar.

Le aparté con fuerza y le alejé de mí.

- Olvidas algo, bastardo – me miró expectante mientras se cruzaba de brazos y se sentaba sobre la mesa – Selune siempre está conmigo.

Edharae rió. No fue una risa macabra ni impregnada de burla, no fue fría ni despiadada. Realmente se estaba partiendo de risa de mis palabras, reía como si le acabase de contar el mejor chiste de la Marca Argéntea. Arrugué la nariz y le miré confundida. Creo que incluso llegó a llorar por las carcajadas…

Busqué con la mirada algún objeto que lanzarle… una piedra… muy pequeño; un cuchillo oxidado… con suerte se lo clavaba en un ojo; una sartén, sí, eso podría servir.

Cogí la sartén por el mango y se la lancé con toda la fuerza que pude, pero él la esquivó como si le hubiese lanzado una pelusa insignificante.

- Dame mi arco.

- Ahí lo tienes – rodeé la mesa y tomé mi preciada arma, colgándola a mi espalda. Elevé la mano hacia él con la palma hacia arriba.

- La flecha.

- Ven por ella – la levantó con dos dedos y me miró desafiante.

Me acerqué decidida y realicé un movimiento rápido que ni siquiera él esperó, arrebatándole la flecha negra de sus dedos. Caminé hacia atrás hasta dar con la puerta de salida, giré el pomo, la abrí y salí de allí.

El frío golpeó mi rostro mientras me hundía en el medio metro de nieve que nos rodeaba. ¿Dónde diablos estaba? Parecía lo más alto de una montaña, y a lo lejos podía escuchar los rugidos de lo que, seguramente, serían gigantes.

Sentí al humano tras de mí y giré con violencia. Él me miraba sonriente, cruzado de manos y piernas, apoyado en el marco de la puerta con una pequeña gema verde entre sus dedos.

- ¿Quieres esto? – entorné los ojos al comprobar que era mi shondakul. Ahogué un grito de frustración, descolgué el arco y le apunté con la única flecha que tenía. Él sonrió de nuevo con esa frialdad que tanto le caracterizaba.

- ¿Dónde están tus lacayos? – no contestó y tensé aún más la flecha - ¡¿Dónde están?!

- Muertos, Ithiria – le miré casi desencajada, recordé el miedo que había visto en los ojos de los dos que me atacaron. No era miedo por tenerle enfrente… le temían porque sabían que los mataría… pero…

- ¿Por qué?

- Es duro que aún sigas preguntándomelo – se acercó sin dificultad, caminando a través de la nieve. Alargó la mano y me tendió la gema.

- ¿Y ya está? – por primera vez desde que le conocía bajé la guardia, destensé el arco y le miré total y absolutamente desconcertada – ¿Me sanas durante quién sabe cuántos días, guardas mis armas, mis ropas, me lo devuelves todo sin ningún motivo y me dejas ir?

Él me miró penetrante, se acercó lo más que quiso, pegando su pecho al mío, rozando con sus dedos mi brazo, cogiendo el arco y colgándolo en mi espalda, colocando la flecha negra en el carcaj, solitaria. Yo, por alguna razón, le dejé hacer todo aquello.

Me rozó la mejilla con el dorso de la mano y me entregó el shondakul.

- ¿Por qué? – Edharae sonrió, y esta vez no fue una sonrisa marcada por el paso de la oscuridad a los largo de sus años, no fue una sonrisa repleta de sangre y muerte. Me miró y sonrió con sinceridad, dejándome así ser la única persona en todo Faerun que viera su humanidad, que viera que, después de todo, era vulnerable.

- Porque esta guerra es nuestra, Ithiria, y todo el que se entrometa caerá. Llegará el día, tarde o temprano, en que uno de los dos acabará con el otro – Me puso la gema en la mano y acercó sus labios a los míos, sin rozarlos, que apreté con fuerza mientras le miraba desafiante – y entonces, en ese preciso instante, tú serás mía… y yo seré tuyo – deslizó mis dedos por la superficie de la gema. Aquella piedrecilla estaba ligada a mi alma y supo, en el mismo momento en que la rocé, a dónde debía llevarme.

El rostro de Edharae se descompuso en miles de fragmentos, la nieve desapareció bajo mis pies y el viento frío cesó, dando paso a unos hermosos, tranquilos y solitarios pináculos. La Flecha del Destino se hallaba ahora ante mí y lo único que restaba de mi encuentro con el sacerdote era el tacto aún caliente de sus dedos sobre mi piel.

Fueron muchas las horas que pasé en mi habitación pensativa. Me cambié y me puse más cómoda intentando buscarle sentido a algo. Mis encuentros con Edharae cada vez eran más extraños y cada vez menos sentido tenían.

Bajé las escaleras y salí de la compañía buscando algo con lo que ocupar mi mente. Debo admitir que di gracias a todos los Dioses al comprobar que la primera persona con la que iba a cruzarme era Connor.

Me abrazó con fuerza y me elevó mientras giraba sobre él mismo realmente contento. Bueno… no creía haber estado fuera tanto tiempo… ¿no?

- ¡¡Aluriel!! ¡¡Mi hermano está aquí!! ¡¡Por fin, después de tanto tiempo, le he encontrado!!

El calor del cuerpo de Connor durante la noche me hizo olvidar el tormento pasado en lo que, al parecer, habían sido solo dos días, y verlo exhumando tanta alegría hizo vibrar mi corazón.

¿Al final el amor acababa siendo siempre el punto débil? Seguramente… pero cuanto más miraba los ojos de Connor, su sonrisa, cuanto más le escuchaba relatarme historias de su vida en Athkatla y hablarme de su hermano, más sabía que, quien no ha amado nunca, no puede decir que haya vivido.

Puede que en el fondo Edharae me amase… a su manera…

La manera de un Sharita…

No hay comentarios:

Seguiremos soñando

Seguiremos soñando

Índice