Cerca de allí un mediano incompetente dejaba a la vista la entrada que Richard me había dicho cuatro días atrás. Sin duda me hubiese costado encontrarla, Selune debía favorecerme.
Me deslicé con todo el sigilo del que era capaz, agazapándome entre los arbustos, saltando entre algunas piedras e incluso aguantando la respiración en más de una ocasión. Cualquier cosa por no arriesgarme a ser descubierta. Todo el plan dependía del factor sorpresa.
Aparté las plantas que cubrían la entrada y caminé con decisión ocultándome de nuevo una vez la traspasé. Ahora nevaba y por alguna razón no me sorprendió.
Alcé la vista siguiendo la pared de lo que sería un precipicio si estuviese en lo más alto, y cuando mis ojos llegaron reconocí el lugar. Allí, hacía no mucho tiempo, había estado de pie amenazando al sacerdote, allí él había rozado mi piel y activado mi shondakul.
Así que estaba hecho. Ese día sería el último.
Cuando llegué a la pequeña casa destartalada, me invadió la nostalgia. Todos y cada uno de los años que cargaba a mi espalda junto con aquel humano pasaron por mi mente en apenas un suspiro. Incluso él, aferrado a la longevidad, sabía que había un final para nosotros.
Esperé la reacción de mi cuerpo, pero no hubo nada, ni el cosquilleo, ni la piel de gallina… nada.
Un remolino de aire pasó a mi lado y se partió en dos justo a pocos pasos frente a mí, como si hubiese encontrado un obstáculo que no esperaba. Descolgué el arco y arrugué la nariz apuntando… demasiado ilusa, eso era lo que él siempre me decía… y cuánto odiaba que tuviera razón.
Tal y como yo creía, allí había alguien. Las sombras cobraron vida formando la figura de un hombre, un elfo de pelo negro y ojos dorados que me miraba con extremada seriedad. Tras él, como si hubiesen estado esperándome, comenzaron a salir, de todo tipo de escondites, unos quince lacayos. Era obvio que aquel elfo estaba al mando, nadie hizo nada hasta que él no lo dijo.
- Me temo que no estás invitada a esta fiesta, Guardiana – su voz era suave.
- No esperé nunca una invitación – seguí apuntándole mientras controlaba al resto.
- Desgraciadamente no puedo dejar que te quedes.
- Dieciséis contra uno… qué valientes.
- ¿No eres tú quién más dice cuánto te protege tu falsa diosa? – ese elfo carecía de emociones, pronunciaba cada palabra con el mismo tono, con el mismo semblante, solo la frialdad de sus ojos daban intensidad a sus palabras.
- No he venido para hablar. ¿Dónde está Edharae? – esta vez sí, entornó los ojos.
- Muy valiente… o muy necia, por pronunciar su nombre.
- ¿Necia por pronunciarlo o cobarde por temerlo?
- Márchate, quien buscas ha dejado este lugar.
- Muy ignorante debes de ser si crees que voy a creerlo.
- Quizá no sea yo de quien debas desconfiar.
Arrugué la nariz sin entender el comentario. ¿No era él del que debía desconfiar? Sus ojos dorados seguían fijos en mí, sin mostrar la más mínima emoción, era como si ese elfo estuviera muerto por dentro. Edharae siempre había mostrado frialdad, lascivia e incluso alguna vez lástima, pero ese elfo no.
Su cabello se sacudió con elegancia cuando un nuevo golpe de aire se arremolinó a su alrededor, la tensión de los que esperaban a su espalda comenzó a notarse. Todos allí sabían de mi clero, todos y cada uno de nosotros éramos enemigos eternos de guerras libradas desde casi el comienzo de la existencia, todos deseábamos la muerte del contrario. Pero allí estábamos, tanto ellos como yo, de pie, mirándonos, sin hacer nada.
Volví a clavar mis oscuros irises en aquel elfo, que seguía mirándome con el semblante serio. ¿No era él del que debía desconfiar? Ni de él ni de ninguno de los que allí estaban… ni siquiera del humano que buscaba… no debía fiare ni del mercenario al que había contratado……
Mi corazón se paró un segundo… solo un segundo. Tiempo suficiente para que aquel elfo supiera en lo que pensaba y aquella vez, únicamente en ese preciso instante, sonrió con tanta frialdad que incluso las sonrisas despiadadas de Edharae quedaron a la altura del betún.
- Te creía más lista, Guardiana. De todos los que pudiste elegir, escogiste al menos indicado. “Demasiado ilusa” … eso es lo que él siempre dice de ti.
Esa fue la señal. Sus ojos dorados se desvanecieron frente a mí y su lugar lo ocuparon los quince siervos de la amante de la noche. Todos desenvainaron y se dirigieron decididos hacía mí. Sin embargo, en el mismo instante en que aquel elfo desapareció, supe lo plenamente consciente que era de que acabaría con ellos. “Pérdidas aceptables”, sería como seguramente las llamase, de una guerra casi eterna en la que él poco tendría que decir.
Quizá su intención fuese sembrar la duda en mi alma, quizá provocar que el miedo inundase mi ser y así darle una ventaja a su señor. Pero los años junto al maestro de estoques me habían ayudado a mantener la determinación firme. El miedo no me invadiría y mucho menos el temor a caer.
Y a pesar de todo, cuando aquellos lacayos de la oscuridad yacían en el suelo, cuando sus vidas habían sido arrebatadas por mi condición de arquera arcana, cuando la flecha negra que lucía en mi carcaj dejó de palpitar ansiosa… solo en ese momento, mi pensamiento fue para él.
Richard…
Muchos eran los que me habían advertido, muchos lo que me gritaron que estaba loca desde el primer día que insinué que contrataría al Puño… pero yo siempre había sido muy ilusa o muy temeraria… necesitaba creer que el avezado guerrero cumpliría su parte.
No podía creer las palabras de un sharita, por lógicas que pudieran llegar a sonar. No podía dejar que la oscuridad ganase la batalla más importante…
Si dudaba, Edharae contaría con la mayor de las ventajas, y el vínculo que, de algún modo, se había creado entre Richard y yo, se rompería sin esfuerzo, enemistándonos de nuevo, quizá con mayor intensidad.
Si confiaba en él, si, después de todo, decidía darle un hueco más en esta guerra, si le ofrecía una lucha codo con codo (con su correspondiente remuneración), no podrían pararnos. Estaba segura de que Richard disfrutaría luchando con el elfo de ojos dorados, y darle esa posibilidad… le tentaría demasiado.
Ya me dijeron en una ocasión, alguien muy preciado, que no debía confiar en ellos, que el Puño y la Rosa estaba impregnado de mentiras, sangre y traición… incluso entre sus miembros…
Pero debía hacerlo… debía confiar en él…
Si me equivocaba… entonces mi vida quedaría a merced de las katanas de un guerrero, los salmos de un sacerdote y el abrazo de la luna.
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