- Uno…dos…tres…
Una pequeña figura se alzaba rígida en la copa de uno de los árboles más altos de aquel bosque interminable. Con los brazos extendidos en forma de cruz y la mirada al frente, contaba lentamente hasta diez mientras la luz de la luna golpeaba con ternura su rostro.
El corazón le latía con fuerza y le temblaban ligeramente las manos, pero se había propuesto saltar aquella noche, y lo haría. Sus cabellos rojizos hondeaban con la suave brisa y la luna se veía reflejada en sus ojos verdes.
- Cuatro…cinco…seis…
Entre los árboles solo se llegaban a distinguir las hojas que caían a su paso. Una figura avanzaba a una velocidad inimaginable, más que correr podría decirse que volaba.
- Siete…ocho…nueve…
Cerró los ojos, se puso de puntillas esbozando la mayor sonrisa posible y se inclinó dejando que su peso hiciera el resto.
- …diez.
Se precipitó hacia el vació, cuyo único destino era el suelo. Abrió los ojos concentrada y desplegó en el aire dos pequeñas y hermosas alas marrones. Se imaginó surcando el cielo, sobrevolando aquel bosque ante los atónitos ojos de su familia, se imaginó librando batallas y eliminando a poderosos enemigos, se imaginó derrotando dragones ancianos, sus enemigos eternos y cazadores sangrientos, se imaginó… estampada en el suelo.
Horrorizada, se vio caer y caer, batiendo las alas con desesperación pero sin que nada evitase el esperado y, seguramente, mortal golpe.
De entre las sombras surgió otra pequeña figura, desplegó dos alas jóvenes y surcó el aire como si de un rayo se tratase, se elevó varios metros y alcanzó a la chiquilla antes de que una desgracia sucediese. La niña abrió los ojos y elevó las manos contenta.
- ¡¡¡Lo logré!!!
- Lo único que vas a lograr así es matarte.
El avariel la miraba con reproche y la niña enrojeció notablemente. Se hallaban a varios metros del suelo, pero habían sido las alas de su hermano las que la habían salvado.
Se posaron delicadamente, el avariel extendió al máximo sus magnificas alas negras y la pequeña quedó fascinada. Dejó de escucharle mientras él la regañaba, solo era capaz de observar de una punta de una de las alas a la otra.
- ¡¡¡CLARISE!!!– la pequeña saltó sobresaltada y enrojeció nuevamente mirando al suelo.
- Lo… lo siento hermano… - el avariel resopló y deslizó una de sus manos por su oscuro cabello.
- Clarise… - dijo más tranquilo ahora – no puedes hacer esta clase de cosas… ¿no eres consciente del peligro que suponen?
- Pero Celedrian, ¡¡¡puedo hacerlo!!! ¡Tú mira y verás! – la pequeña dio la vuelta y se dispuso a subir de nuevo al árbol, pero Celedrian la sujetó de la túnica frenándola. Ella resopló.
- Clarise… se que estas frustrada, pero aún eres muy joven y posees la eternidad ante ti, no seas impaciente.
- ¡¡No soy una niña!! Y tú tampoco eres mucho mayor que yo… ¡¡¡y mírate!!! – él rió.
- Yo también tardé en aprender.
- Padre te enseñó…
- Madre te enseñará a ti.
- Madre ya lo ha intentado y no hay manera… mis alas me odian… – Celedrian rió de nuevo.
- Tus alas no te odian, ellas son parte de ti… ellas eres tú. Tienes que ser paciente y confiar más en ti, no envidiar tanto lo que poseen los demás.
- Pero no es justo…
- ¿Y es justo que mi hermana pequeña sea la que me enseñe los entramados de la Urdimbre? – Celedrian sonrió y de sus manos surgió una luz blanquecina que brilló en sus verdes ojos. Clarise sonrió también y de sus manos surgió la misma luz sin apenas esfuerzo.
El avariel suspiró, no podía negarle nada a su adorada hermana, demasiado consentida, demasiado mimada por ser una innata… pero no podía negarse.
- Está bien, si tan impaciente eres, a partir de mañana volarás conmigo.
- ¡¿En serio?! – Clarise se lanzó a sus brazos emocionada.
- Si, pero debes prometerme que no volverás a hacer una locura semejante – ella asintió.
- Te lo prometo.
- Bien, ahora volvamos, padre te buscaba.
Clarise agarró con fuerza la mano de Celedrian y ambos emprendieron el camino.
Las pequeñas alas negras de Celedrian reposaban semiplegadas mientras caminaba, sujetando con decisión la mano de su hermana evitando así que intentase cualquier locura que se le ocurriese en algún momento. Ahora eran niños, demasiado pequeños para soñar con aventuras o con cualquier otra cosa, demasiado ocupados recorriendo los bosques con sus padres, demasiado inocentes para ver el mundo tal y como era.
Tantas dekhanas hacía ya que habían emprendido aquel viaje que él había dejado de contarlas, pero eran tantas…. tantas, que tenía claro que no iban a regresar. ¿Su destino? Se había cansado de preguntarlo y que sus padres evitasen la respuesta, lo único que podía hacer era confiar en ellos… al fin y al cabo, eran sus padres.
Abrió los ojos y clavó su mirada en el horizonte. El bosque de Nevesmortas se alzaba majestuoso ante él, llamándolo en silencio, reclamando su presencia entre sus copas, suplicando el roce de sus dedos y el batir de sus alas.
Otra vez aquel recuerdo… otra vez aquella sensación infantil e inmadura. Cuando apenas era un chiquillo irresponsable y alocado… cuando comenzó el destino de su querida hermana.
Se levantó y miró hacia la luna, tan inmensa y brillante que llenó su alma y su corazón. Desvió la mirada hacia las puertas de Nevesmortas y suspiró.
- Clarise… ¿dónde estás…?
Batió sus alas negras, ahora majestuosas y elegantes, alzando el vuelo hacia aquel bosque, concediéndole, una noche más, el privilegio de su presencia.
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