Las pisadas del camino seguían siendo difusas ante cualquier ojo. A pesar de mis años y mi discapacidad seguía siendo capaz de no dejar rastro alguno. Ni el mejor de los exploradores podría encontrarme allí, oculto entre aquellos matorrales, tras los árboles que rodeaban la villa de Khelb, cerca de Argluna… en la Marca Argéntea.
Los años en el ejército de Bosque Alto habían llegado a su fin tras mi “accidente”. A pesar de seguir siendo el mejor con el arco, mi cojera me impedía seguir el ritmo en la mayoría de las ocasiones y ello me había convertido más en un lastre que en una ayuda.
La noche que partí de mi hogar fueron muchos los que me despidieron, quisieron darme todo tipo de provisiones, pero yo solo necesitaba a Ycanese Cavilwe, mi arco era lo único que aún me mantenía con vida. Puede que fuera un elfo cojo, un pobre desgraciado que ahora debía ayudarse de un triste bastón para caminar, pero seguía siendo un arquero arcano, eso nadie podía quitármelo.
Había dejado de contar los años allí, rodeado de mi soledad, cuando la vi. Apareció totalmente llena de sangre pero sonriente, vendada hasta casi los tobillos con un pequeño y fino arco mal puesto en la espalda.
Sus cabellos, aun tintados del rojo carmesí, se distinguían dorados y brillantes, su piel pálida contrastaba con sus ojos negros, y sus extremidades delgadas me dieron el último detalle para saber que era una arquera.
Las gentes de Khelb nunca había reparado en mí, sin embargo aquella jovencísima elfa recayó en mi presencia casi al instante. Creo que fue la dulzura de su sonrisa y su mirada sincera lo que me empujó a acercarme.
- Toma, esto te ayudará a cicatrizar las heridas – le ofrecí uno de los pequeños brebajes que preparaba yo mismo, con algunas plantas del camino. Ella sonrió de nuevo y lo tomó con extremado cuidado.
- Sois muy amable, caballero – reí ante aquel título.
- Llámame Dharion.
- Un placer, Dharion, mi nombre es Aluriel.
- No quisiera ser indiscreto pero… - la miré de arriba abajo, sus ropas aún goteaban aquel líquido metálico al sabor - ¿De dónde sales, muchacha?
- Oh… bueno, parece que los gigantes del Paso tienen una buena estrategia montada para enfrentarse a arqueros… pero fui mejor – sonrió triunfante.
- Es evidente – sonreí, quizá por el contagio de su frescura o quizá por sentirme cómodo, después de tanto tiempo, al hablar con un extraño - Así que arquera ¿eh?
- Así es, y tengo intención de ser la mejor arquera del norte, quizá la mejor de todo Faerun – rió con dulzura, consciente de lo mucho que exageraba.
- No intentes abarcar tanto, el camino del arquero es duro y difícil.
- Lo sé, pero no temo al camino. Selune siempre lo iluminará para mí, incluso en las noches más oscuras.
- Ah, sí, la luna argéntea siempre está ahí arriba, observándonos.
- Decidme, ¿sois arcano? – miró con cierto rechazo el bastón.
- Me temo que más bien soy un lisiado – la sentí incómoda, quizá avergonzada. Eso me hizo reír – Tranquila, hace mucho que soy cojo y eso no me impide continuar – le guiñé un ojo.
- Vaya, por vuestro porte y manera de hablar, hubiera jurado que erais más que…
Seguramente hubiese acabado la frase con un “mendigo”, “campesino” o algo similar, pero se limitó a sonrojarse, arrugar la nariz y mirar al suelo.
- Todo guerrero toca techo algún día. Tú no serás joven y bella eternamente, a pesar de la longevidad de los nuestros. No tendrás el pulso firme ni la mente despejada como ahora, ni siquiera la puntería. Antaño fui arquero, uno de los grandes del ejército al que servía. Pero mi accidente lo cambió todo.
- ¿Uno de los grandes?
- Un arquero arcano.
Aluriel palideció y abrió tanto los ojos que creí que se le saldrían de las cuencas si forzaba un poco más. Yo la miré extrañado esperando alguna palabra, pero tan solo se quedó callada, mirándome.
Supuse que estaría sorprendida, al fin y al cabo eran muchos los reinos donde los arqueros arcanos tan solo éramos una leyenda, un mito. Y allí estaba aquella chiquilla, frente a uno de ellos. Quizá no el mejor que pudiera encontrarse… pero me daba la impresión que a ella le bastaba.
Durante los siguientes meses, Aluriel me visitó en incontables ocasiones. Siempre me pedía que le contase historias sobre las guerras libradas, sobre mi aprendizaje. Me enseñó sus dotes como arquera, competimos en alguna ocasión, como un juego. Ella cantaba casi todo el tiempo, canciones antiguas sobre amores deshechos, sobre gentes que no conocía, al parecer cercanos a ella, y sobre su amada Selune. En todas sus baladas siempre había algún verso para ella.
Sin embargo, la noche que recuerdo con más cariño, fue la que entonó una canción sobre mí. Su voz se mezclo con el susurro del viento y con las notas de aquel pequeño laúd que siempre dejaba en mi casa. Esa fue la noche que me decidí. Fue la noche que le hice una de las preguntas más importantes en su vida. Cuando cambié el rumbo de su camino predeterminado.
- Dime, Aluriel ¿quieres convertirte en arquera arcana? – ella sonrió y asintió firme, decidida –. Debo advertirte, quizá no seas capaz de dominar este arte – arrugó la nariz, un gesto que me encantaba –. Pero tranquila, si no creyera que puedes hacerlo, no te convertiría en mi pupila.
Apoyada en una mesa, sobre un soporte dorado, descansaba una rama curva que, a ojos de aquella elfa, solo había sido una decoración más en la casa.
Ninguno de los dos lo supimos pero, en el preciso instante en que Aluriel se convirtió en mi discípula y yo en su maestro, Ycanese Cavilwe vibró durante una milésima de segundo, y durante ese tiempo, su cuerda mágica se hizo visible a cualquier ojo.
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