Noveno Acto
Noche cerrada sin luna visible en el horizonte. Como cada cuatro días desde hacía varias dekhanas, mis pasos me conducían por el paso de Argluna, sorteando las montañas y esquivando a los gigantes que tan insistentemente lanzaban sus piedras sobre mí, ignorantes del daño mortífero que mis flechas hacían en su gruesa piel, hasta que caían en su último aliento y el golpe seco de su cuerpo contra el suelo era el único sonido que quedaba en aquellos pasadizos.
Ya es un lugar de por sí oscuro por eso no me sorprendió encontrarle allí, sentir su respiración tan cerca que bien hubiera podido erizarse la piel de mi cuello a su roce. Sentir su presencia era una sensación tan familiar que había dejado de sorprenderme.
Primero, el bello de todo mi cuerpo se electrificaba, provocándome un escalofrío que tan solo duraba un par de segundos, pero que al principio parecía eterno. Después, el corazón se paraba un instante, presagiando la muerte del alma y tal vez del cuerpo. Tras eso, la adrenalina se disparaba y sentía un hormigueo en las puntas de los dedos, que gritaban en silencio suplicando el peso del arco y el roce de las flechas. Y por último, mis ojos lo divisaban, no importaba dónde se escondiese, ahora ya no, era su misma presencia la que conducía mis sentidos.
Sus ojos azules se clavaron en los míos y su sonrisa fría fue un regalo dedicado única y exclusivamente a mí. Se acercó con lentitud, prolongando cada paso lo más posible, profundizando en mi mirada buscando en mi interior algo que solamente él sabía.
Dejé de escuchar los rugidos de los gigantes a lo lejos, incluso ellos le temían.
Tensé una flecha y le apunté ofreciéndole una mirada desprovista de sentimientos, calmada, serena y decidida. Me recorrió penetrante de arriba abajo haciendo especial hincapié en mis dos nuevas armas, dos estoques atados a mi cintura que emitían una luz verdosa que se distinguía ligeramente aún envainados. Sonrió irónico y complacido, quizá la idea de una guerra cuerpo a cuerpo le resultaba más excitante que la distancia que siempre nos había separado. Se relamió y mordió su labio lascivamente, mirándome de nuevo a los ojos.
- Tantos años llevamos juntos y tú sigues sorprendiéndome, princesa.
No respondí. Me había cansado de la palabrería constante e inútil con aquel humano, un hombre que llevaba tantos años tras de mi vida que hubiera sorprendido a cualquiera verle igual de joven que el primer día, pero la oscuridad se cernía sobre él, la mano oculta de Shar le envolvía dándole, seguramente, una longevidad envidiable para los de su raza.
- No temas, esta noche sin luna llena tan solo trae un mensaje.
Su voz profunda y oscura me atravesó piel, carne y huesos. Mis dedos presionaron el extremo de la flecha y la tensé algo más provocándole una sonrisa de satisfacción, de placer y… ¿por qué no? De orgullo.
- Nunca cambiarás, por eso eres mi favorita, por eso eres mía.
Introdujo su mano en el bolsillo de su pantalón, en su cinto seguían envainadas sus espadas, reposando cual bestias mortíferas sedientas de sangre y sufrimiento, sedientas de gritos de agonía provocados por ellas mismas, ansiosas de dolor. Me mantuve alerta expectante, sin aflojar ni un solo segundo la flecha entre mis dedos y el arco, observando a mi eterno enemigo, mi némesis.
De su interior extrajo un medallón, un círculo perfecto plateado que lanzó a mis pies, haciéndolo girar en el aire, caer sobre uno de sus cantos y rodar cual peonza hasta caer por su peso sobre la tierra.
Un dibujo había tallado en él, un símbolo que yo bien había visto durante los veinte años que viví en Puerta de Baldur. Dos hermosos ojos femeninos rodeados por siete estrellas plateadas. Dos ojos manchados ahora de sangre ya seca… sangre élfica.
Alcé la vista horrorizada y clavé mis ojos negros en sus luceros azules, intentando camuflar el temblor de mi mano y la expresión de miedo y horror que recorría mi cuerpo. Él sonrió con tanta frialdad, tanto desprecio y tanta satisfacción, que no tuvo que decirme nada para saber cuál era el mensaje.
- ¿Qué has hecho?
Ni siquiera yo fui consciente del flaqueo de mis brazos ni de cómo el arco iba perdiendo altura poco a poco, aflojado en mis manos. Edharae entornó los ojos y dio un paso al frente de forma involuntaria, quizá para atacarme, quizá para socorrerme… con él nunca se sabía.
- ¿Qué has hecho? – repetí, esta vez invadida por el miedo a su respuesta, aunque ya la conocía.
- Te dije que haría lo que fuera por verte venir a mí. Te dije que no mentía. ¿Quién será el próximo, princesa? ¿Tu adorado trovador? ¿Tu preciado Guardián? ¿Esa druida a la que tanto cariño tienes? ¿O quizá el arquero arcano que se cree oculto en las cercanías de Argluna? ¿Cuántos más dejarás a mi merced hasta que comprendas tu destino?
Su figura se desvaneció en la oscuridad de la negra noche, regalando suspiros a mi alrededor que congelaron mi cuerpo y me impidieron reaccionar incluso cuando le sentí tras de mí, rodeándome la cintura con su brazo, apoyando su barbilla en mi hombro, susurrándome secretos al oído.
- Eres mía Ithiria, nunca, nunca olvides eso.
Y con la misma elegancia con la que había aparecido, se desvaneció. El hormigueo en los dedos, la electricidad en la piel, el palpitar lento del corazón… todo desapareció. Tan solo quedó allí una figura rota, iluminada ahora por la luz del naciente sol que resurgía entre los picos de aquel Paso montañoso.
Fue tan grande el desconsuelo vivido que ni siquiera los gigantes se atrevieron a regresar, no hubo ni uno solo que me molestara en mi viaje de regreso a Sundabar. En mi mano, el medallón de mi mentor ahora apagado, desprovisto de la vida y el calor que la conexión entre Ethan y la Dama de Plata le otorgaba.
Así que era por eso, Padre, por lo que no respondías a mis cartas. Así que era por eso por lo que no tenía noticias vuestras desde hacia dekhanas… tantos años a vuestro lado, tanas batallas ganadas y perdidas, tantos consejos escuchados e ignorados, tantas advertencias… y al final había sido mi propia guerra, esa de la que tanto me avisasteis, de la que tanto me pedisteis que me alejara, esa que tanto pedisteis que olvidara, la que os había arrebatado el aliento.
¿Podía entonces considerarse que yo misma os había quitado la vida? ¿Podía sentirme de nuevo culpable por una herida tan grande que jamás sanaría, por muy grandes que fueran vuestros poderes? ¿Tanto había mejorado Edharae que había acabado con los suspiros de aquel que tantas veces me había salvado de la muerte?
Me disculparía pero… ¿acaso me escucharéis allá dónde Selune os haya llevado?
Madre Argéntea… ¿tanto os he fallado que no os importa mirar hacia otro lado mientras vuestra hija camina por un sendero sin luz alguna…?
- Patética.
Quizá no fuese la primera palabra que esperaba escuchar, pero fue la única que me sacó del trance. Mis piernas me habían llevado solas al estanque cercano a Sundabar y allí, tan femenina, tan elegante y tan tranquila, reposaba apoyada en un árbol cierta elfa pelirroja cuyos ojos verdes ya había visto con anterioridad. Muchas lunas atrás, intentando atacarme cual rata descontrolada, logrando sobrevivir por la intervención de su superior… de mi enemigo…
- Deberías verte, apostaría mi vida a que cualquier ínfima ráfaga de viento te derriba sin esfuerzo. Eres una vergüenza para los nuestros. Pero ahí estás, tan admirada por él que me da ganas de vomitar.
Desenvainó su daga y me encaró. Sonrió con frialdad, la misma frialdad con la que me sonreía Edharae, pero en un gesto imitado. Un malo intento de ser él.
- Este amanecer será recordado por los míos como el día en que acabé con la tan ansiada Ithiria. Les demostraré que su obsesión está acabando con su cordura y su norte, y “ella” no tendrá más elección que reconocerme – me apuntó con la daga un segundo y se lanzó a por mí - ¡Muere ahora, maldita esclava de la luna!
Fue extraño cómo mi cuerpo reaccionó. Mis manos se posaron solas en las empuñaduras de los estoques y los desenfundé en un ágil movimiento, parando su ataque y golpeándola abriendo en uno de sus brazos una herida, mientras el ácido del arma hacía el resto por mí. Su grito fue corto aunque intenso, y me sorprendió que no se detuviera.
Giró sobre ella asestando tantos golpes como pudo, fallando en todos y cada uno de sus intentos, perdiendo aliento e intensidad en cada esfuerzo. Al principio, me limité a esquivarla, pero poco a poco fui respondiendo, abriendo leves heridas en su delicado cuerpo arrancándole leves gemidos que, por alguna razón, me satisfacían.
No fue largo el combate, al igual que no lo fue la vez anterior. No hubo que esperar mucho hasta encontrarme de pie frente a ella, apoyada en una piedra mirándome asustada. El ácido que mis estoques le habían dejado en sus piernas le impedían moverse por el dolor, y mis armas, ahora envainadas, vibraban emocionadas por la victoria.
Avancé tres pasos hacia ella y recogí su daga clavada en la tierra.
“Márchate” debí decirle. “Lárgate de esta tierra y no vuelvas” esas debieron de ser mis palabras para con ella… pero aquel susurro lo cambió todo. Aquella voz penetrante que atravesó mi alma herida, que encontró la grieta en mi fe lo cambió todo.
“Mírala” – susurró en mi cabeza – “Mírala a los ojos, tan joven, tan llena de vida… su vida. Él la ama, la ama por encima de cualquier cosa, la ama aunque lo niegue en cada noche eterna” – apreté la daga en mi mano, clavando mis ojos negros en aquella elfa pelirroja – “Te lo está arrebatando todo… todo Ithiria. Mírala. Sabes que si no le detienes lo hará. Mírala. Puedes hacerlo. En tu mano está el siguiente paso”
Me agaché sobre ella y le sujeté del pelo mientras me miraba horrorizada, quizá porque ella también escuchaba aquella voz o porque para ella representaba mucho más que para mí… o quizá porque ella veía algo que mis ojos, fijos en ella, no alcanzaban a ver.
“Hazle sufrir… - escuché de nuevo en mi cabeza – hazle suplicar”
Y ya no pude escuchar nada, ya no pude sentir nada. Lo único que percibí fue una oscuridad absoluta que se cernió sobre nuestros cuerpos. Una oscuridad que nos envolvió ocultando nuestra presencia en aquel estanque interminable. Y en la infinidad de aquel lugar, en las alturas de las copas de los árboles cercanos e incluso en la lejanía de las fronteras, lo único que pudo escucharse fueron los gritos desgarradores de aquella elfa, gritos que erizaban el bello y estremecían el alma, gritos que solo significaban la llegada de una muerte lenta y sangrienta.
Largo fue el silencio que trajo consigo aquel tormento, un silencio que solo fue roto por el susurro que trajo el viento. Un susurro que por primera vez, no llegó a oídos de quien más lo hubiera necesitado.
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