La noche en que murió mi madre, fue la noche más triste
de mi vida. Mis hermanos permanecían en silencio mientras mi padre miraba la
urna vacía que simbolizaba su cuerpo. Y estaba vacía porque nada habían podido
salvar de ella, ni un cabello, ni un trozo de su vestido dorado... nada. El
fuego la había consumido junto al granero a las afueras de Amnagua y era
imposible distinguir qué cenizas eran de ella y cuáles los papeles, pergaminos,
libros, maderas o utensilios viejos que allí guardaban.
"La bruja loca" la llamaban los campesinos,
porque siempre estaba ahí metida practicando magia.
Madre era una innata, llevaba la magia dentro y, aunque
hacía muchos años que la controlaba, tenía su límite. Nunca consiguió dominar
la última esfera de poder y aquello la frustraba, por lo que practicaba en
secreto aun cuando le había prometido a padre dejar de hacerlo. Aquello fue su
perdición, pues cuando no se controla el poder de la urdimbre y se juega a ser
dios, suceden desgracias.
Aquella noche escuché el lamento reprimido de padre y los
susurros tranquilizadores de los que habían acudido a casa a dar el pésame.
Sentí la impotencia de no poder hacer nada mientras veía pasar a decenas de
personas que ni si quiera conocía e intentaban sacar a mi padre de aquel trance
en el que se había sumido.
Por aquel entonces no lo sabía, pero mis padres habían
enlazado sus vidas a través del vínculo elfico y ahora, al romperse tras la
muerte de madre, padre estaba destrozado por dentro.
Cerré los ojos e intenté recordar el rostro cansado de mi
madre, su melena cobriza, sus ojos color miel, la sonrisa dulce que siempre me
regalaba al arroparme por las noches... Escuché un último "lo siento"
y una puerta cerrarse, y al abrir los ojos ya no había nadie en casa, todos los
vecinos y amigos de la familia se habían marchado y nos habíamos quedado mis
dos hermanos, padre y yo.
Pero aquel silencio fue peor incluso que las miles de
palabras de consuelo que habíamos recibido durante todo el día. Aquel silencio
representaba el vacío que se había hecho paso en la familia. Lor'lon y
D'erelath se pusieron a recoger el desorden que tantas visitas habían provocado
mientras yo miraba a mi padre a través de la barandilla de las escaleras que
subían al segundo piso. Allí, sentada en los escalones no podía comprender su
dolor, pues era demasiado diferente al mío, pero era su hija y debía intentar
hacer algo.
Bajé los peldaños de las escaleras, me acerqué a él y me
coloqué a su lado, mirando también la urna donde se suponía que debería de estar
ella... Allí fue donde descubrí que todo el cuerpo de mi padre temblaba en un
sutil movimiento, seguramente por el esfuerzo que estaría haciendo para no
derrumbarse. Así que comprendí que nada podía hacer, cerré mis pequeños ojos
azules, tomé su mano y me quedé en silencio hasta que su cuerpo dejó de
temblar.
Un año después, la marca en la frente empezó a hacerse
visible, justo el día en que cumplí mi primera década de edad. Al principio
sólo era una leve sombra que mi padre atribuyó a la falta de protección durante
mis excursiones bajo el sol, pero con los años se fue acentuando hasta hacerse
totalmente visible. Cuando su paciencia se terminó me llevó al sacerdote que me
había estado tratando toda mi vida, pues desde mi nacimiento había sido una
niña frágil. Él, amable y cariñoso como siempre, me examinó el rostro haciendo
mil preguntas, observando la sombra extrañas que día a día iba tomando formas
finas bien trazadas, como un dibujo perfecto puesto adrede.
Daelet, el sacerdote, estuvo largas estaciones
consultando libros, midiendo el dibujo que se hacía cada vez más claro en mi
piel y adquiría un tono azulado oscuro. Al principio sus expresiones pasaban de
la frustración a la confusión, una y otra vez, descartando cada vez más libros.
Cuando sus conocimientos no lograron descifrar lo que me
sucedía, decidió contactar con un amigo suyo. Vivía a bastante distancia y
tardaría al menos una dekhana en llegar a la ciudad, así que durante ese tiempo
me limité a ayudar a mi padre en su puesto del mercado.
El no dejaba de darme directrices de cómo colocar las
frutas y hortalizas que venderíamos aquel día y yo intentaba seguir sus ordenes
lo mejor que podía pero algo llamó mi atención con una fuerza irrefrenable,
unos ojos azules clavados en mí.
Al mirarle, aquel desconocido sonrió amable sin perder
detalle de mis movimientos. Se quedó todo el día sentado en uno de los bancos,
observándome. Era un elfo extraño, parecía como si nadie más se diese cuenta de
que estaba allí, la gente pasaba por su lado y ni si quiera le prestaban
atención, era como si yo fuese la única que podía verle.
Cuando el mercado comenzó a vaciarse y mi padre se puso a
recoger, me fui al gran puente de la ciudad a observar las estrellas y
esperarle, pero o fue mi padre el que acudió primero, sino aquel extraño elfo.
Nuestra conversación fue corta, su voz era cálida y
profunda, su mirada tranquila y su sonrisa sincera. Preguntó mi nombre, quiso
saber sobre el mercado y nuestro puesto de frutas y preguntó sobre la marca
sombreada en mi frente. Sonrió misterioso cuando no le supe dar una respuesta
y, aunque estuvo unos segundos en silencio observándolo, no dijo más al
respecto.
Le caí bien, me dijo, y me regaló un libro extraño del
tamaño de mis manos juntas. Estaba forrado en cuero de arce, con un cerrojo
bañado en bronce que brillaba según le daba la luz, no había ningún título en
la tapa ni nada que dijese sobre qué trataba el texto. Dijo que me lo daba
porque él ya no iba a utilizarlo y estaba esperando al indicado para cederlo.
Antes de irse me sonrió con cariño, miró el libro y dijo
en perfecto elfico: “úsalo bien”.
Esa noche abrí el cerrojo en la oscuridad de mi
habitación y observé con curiosidad las primeras líneas:
La magia. Sí, ya sé que crees
saber qué es y cómo funciona. Te equivocas… Piensas que la magia es una
herramienta, como un martillo, algo que puedes coger cuando te hace falta,
usarlo un rato y dejarlo otra vez cuando has terminado. Pero no. La magia es un
ser vivo; una parte de la Dama de los misterios…