lunes, 25 de mayo de 2015

Capitulo 07. Tumba.

La luna iluminaba el cementerio mientras la lluvia caía copiosa sobre la tierra, la arenilla, la hierba y mi cuerpo. Habían pasado dos días desde que se había celebrado aquel funeral tan triste. Los que acudieron, jóvenes y ancianos, permanecieron en silencio mientras el clérigo de Khelembor pronunciaba la liturgia habitual. Muchos lloraron abiertamente, sólo unos pocos lo hicimos en silencio.

Cuando el sacerdote concluyó sus palabras algunos se acercaron al atril a expresar lo que sentían, hablaron de las aventuras vividas, de sus esperanzas, de sus sueños… hablaron de tantos dioses  y de tantas bendiciones que ni si quiera soy capaz de recordarlos…

Al atardecer el último de ellos había hablado, y todos y cada uno se acercaron al foso y lanzaron un poco de tierra sobre el ataúd marronáceo… todos menos yo, yo no pude.
Dos días después aún seguía allí de pie, frente a una fosa ahora cubierta, con la rosa amarilla en mi mano, una rosa que no había sido capaz de lanzar en su interior.
Dos días después aún permanecía inmóvil frente aquella lápida gris y triste. Las lágrimas habían caído por mis mejillas, precipitándose hacia el vacío hasta caer en un golpe silencioso contra el suelo, había llorado en silencio sin apartar los ojos de aquel montículo de tierra. “Vete a casa” me había dicho el sacerdote la noche del funeral, cuando vio que aún seguía allí tras tantas horas del velatorio, pero no le había hecho el menor caso. Se había quedado a mi lado hablando de la espiritualidad, del amor de los dioses y de la buena acogida que seguro había tenido en lo más alto, pero creo que desistió al ver que ni le miraba y acabó por marcharse bien entrada la madrugada.

Me sentía vacía, era increíble con qué rapidez podía vaciarse un alma, sólo habían hecho falta un par de palabras…

Mi estómago rugía protestando, mi alma y mi corazón estaban rotos pero él estaba hambriento y no iba a cesar en su intento de que me llevase algo de alimento a la boca. Dos días sin comer… qué poco sentido tenía la comida en ese momento.
No pensaba en comer, no pensaba en nada, tan sólo miraba el lugar dónde le habían enterrado, algunos granos de tierra se movían a veces por culpa del viento, desplazándose por la ladera que habían formado los sepultureros al tapar el cruel agujero.

Muchos habían muerto en la batalla de Sundabar, a algunos los habían nombrado hombres de honor, a otros les habían ascendido… no entendía de qué servía otorgar a alguien algo así una vez muerto… Muchas eran las familias que habían perdido a un ser querido… algunas a varios… y por mucho que lo intentaba no sentía ni la más mínima empatía por ellos. Mi dolor era mío, y aunque fuese cruel y egoísta, no me importaba el del resto.

La noche del segundo día, mientras la lluvia me empapaba por completo, mi carne se ponía de gallina y el estómago protestaba una vez más esperanzado, apareció Neru. Me cogió de la mano y se quedó a mi lado varias horas, sin decir nada. El calor de su piel fue reconfortante aunque no alivió ni un ápice la tristeza en mi interior. Sabía que ella también sufría, pero no tenía fuerzas para consolarla.
Pasó su brazo por mi hombro y me apretó contra ella mientras mirábamos la lápida.
   - Cariño… hace frio esta noche, mira tu piel, todo tu cuerpo está protestando – su tono era tan dulce, tan lleno de amor y pena… quizá eso fue lo que me hizo reaccionar.
Giré levemente la cabeza y la miré, sus ojos estaban enrojecidos e hinchados, pero sonrió en un esfuerzo maternal. Tenía razón, hacía frio. La ropa se me había pegado al cuerpo y el frío del agua se calaba hasta los huesos.
   - Mi vida, entiendo por qué estás aquí… pero debes entrar en calor y comer algo – sabía que estaba en lo cierto y, en el fondo de mi ser, sabía que allí de pie no iba a hacer nada. No le traería de vuelta… pero era casi imposible marcharse – Araya, te necesito en casa, te necesito a mi lado - Volví a mirarla y esta vez vi la súplica en sus ojos, unos ojos tristes como los míos, reflejo de un corazón igual de roto que el mío - Tu padre te necesita a su lado…

Asentí en un sutil movimiento apartando la mirada de ella. Obligué al cuerpo a moverse y me acerqué al montículo dejando con la mano temblorosa la rosa amarilla que había llevado dos días atrás, algo marchita ya. Cuando la flor tocó la tierra las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos en un recorrido nuevamente silencioso.
Mi madre me cogió la mano y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, le di la espalda a la tumba mientras lloraba a cada paso e intentaba, todo lo estoica que podía, no derrumbarme aún más.

En la oscuridad de la noche aquella lápida se quedó sola y en silencio. Una lápida que visité cada noche durante los seis meses siguientes. Una lápida que rezaba el nombre de un hombre al que yo jamás volvería a ver, a escuchar o a sentir…


Dardo T’haril.

lunes, 18 de mayo de 2015

Capitulo 06. Sundabar.

   - ¡Replegaos maldita sea! ¡Replegaos y defended las murallas!
   - ¡Señor! Nos llegan informes de que han rodeado la ciudad e intentan entrar por la puerta sur.
   - ¡¿Y qué demonios haces aquí?! ¡Llévate a todos los que puedas y defended con vuestra vida esas puertas!
   - Señor… todos nuestros hombres están ahí fuera…

Cuando aquellos soldados miraron al exterior la imagen fue desoladora. Cientos de orcos luchaban con fiereza contra los hombres de armas de Sundabar y aquellos que habían acudido a su llamada. Los clanes se habían unido en un asedio sin precedentes y, salvo los altos cargos, nadie sabía el motivo. Los enemigos lanzaban piedras a los arqueros y las murallas, lanzaban sus armas contra los guardianes de las puertas e incluso contra sus propios compañeros en un frenesí de sangre descontrolado. Los cuerpos empezaban a amontonarse en las laderas de la montaña donde se alzaba, iluminada por la luz del amanecer, la eterna Sundabar.
   - Si derriban la puerta sur no habrá escapatoria.
   - Si nos lo permitís, general – ambos hombres se giraron al escuchar aquellas palabras. Tras ellos, un grupo de elfos enfundados en túnicas coloridas con bastones llameantes de luces mágicas los miraban eufóricos.
   - Habéis venido… gracias a los Dioses…
  - Los Dioses también han permitido este asedio, así que no les deis tanto las gracias – Dardo desenfundó dos de sus estoques - ¿A quién hay que cortarle la cabeza?
   - La puerta sur, por favor, debeis ir allí. Todos mis hombres y aquellos que acudieron tras nuestras cartas están defendiendo el Norte, pero el Sur está prácticamente abandonado. Tan sólo un par de patrullas que no creo que puedan contener mucho las hordas enemigas.
   - Entonces al Sur – todos y cada uno de los magos fueron desapareciendo ante los ojos del general, mientras los gritos de rabia y dolor volvían a embriagar su corazón.

Tälasoth cogió a Dardo por el hombro y desapareció con él. Sólo fue un segundo, pero Dardo sintió cómo su cuerpo se desvanecía y dejaba de tener consciencia de él justo antes de volver a aparecer al otro lado de las puertas del sur.
Ni siquiera hubo tiempo de pensar en lo sucedido o en lo experimentado, un orco se lanzó contra ellos con un grito desgarrador y tremendamente intimidatorio. Tälasoth dudó, pero el elfo maestro en armas se agachó quedando justo bajo el vientre del orco cuando este realizó su ataque fallido, y aprovechó el impulso del inmenso enemigo para levantarlo, lanzarlo por encima suya y dejarlo caer de espaldas. Y con la misma elegancia propia únicamente de los elfos hizo un giro  y clavó ambos estoques en el pecho del orco.
   - Veo que los años no hacen mella en ti.
   - Lo que ves es el entrenamiento y la determinación. Si dudas morirás hoy hermano.

Los ojos de Dardo brillaban con aquella intensidad de la que sólo los suyos eran capaz, aquel elfo era mucho más que un guerrero, era un maestro. No dudaba, no vacilaba, no le temblaba el puso… ni siquiera se paraba a pensar su próximo movimiento. Su acciones eran un baile más que entrenado y tan asimilado como el respirar de cada día, nada podía con él. Simplemente era invencible.

Pero Tälasoth era un hechicero, el mejor de la escuela dónde enseñaba, y el mejor que había luchado al lado de su hermano. Ël lo sabía, por eso su rostro también cambió. La sonrisa de satisfacción inundó su cara y caminó con arrogante lentitud hacia un grupo de orcos que estaban destrozando a los pobres aprendices que habían salido a defender los portones. Caminó mientras elevaba los brazos en forma de cruz y susurraba palabras que sólo los grandes arcanos conocían, y cuando la última sílaba fue exhalada, de sus manos surgieron decenas de esferas luminosas que se precipitaron mortales contra los orcos.
Los aprendices que habían sobrevivido le miraron estupefactos, pero Tälasoth ni siquiera les prestó atención.

La batalla fue larga, tremendamente larga y encarnizada. La sangre manchaba los cuerpos de los caídos y de los que seguían luchando, el rojo carmesí teñía le espesa hierba mientras los pocos orcos que quedaban en pie luchaban ahora por sobrevivir. Los arcanos destrozaban sus barreras con leves pestañeos, los arqueros acribillaban a flechas a los combatientes más grandes, y entre todo el caos la figura de un elfo se veía de vez en cuando realizando movimientos casi imposibles, cercenando miembros y acabando con rapidez con la vida de sus enemigos.

Quizá por todo ese caos nadie la vio. Quizá por todo el frenesí, por la emoción de ver que vencían, nadie se dio cuenta de su presencia. Pero allí estaba, caminando entre los que luchaban, golpeando al que se ponía en medio, con la vista fija en aquel que creía más peligroso, con la vista fija en el hechicero que más daño hacía a los suyos. Con la vista fija en Tälasoth.
Y con su misma arrogancia caminó hacia él, con la misma arrogancia alzó la mano y rugió con fuerza. Dardo fue el único que sintió aquel rugido diferente, sintió una punzada en su interior y la energía interna acumularse en sus manos. Se giró y observó atónito a aquel orco hembra, observó cómo su mano comenzaba a brillar y el estallido fue tan fuerte que los que estaba cerca de ella cayeron al suelo.

Dardo sólo reaccionó, puro instinto o pura casualidad, nunca lo supo, pero corrió hacia su hermano mientras gritaba su nombre intentando avisarle del peligro. Tälasoth dio la vuelta y vio la luz blanquecina.
   - ¡¡¡Tälasoth!!!!







De pronto dejé de respirar, abrí los ojos y me incorporé con tanta fuerza que perdí todo conocimiento de dónde estaba. Luché por aspirar algo de aire, sólo el poco que me permitiese seguir viviendo, pero nada. Agarré mi pecho y caí de la cama en un golpe seco, golpeándome la cabeza. Entonces tosí, y tras el tosido aspiré una fuerte bocanada de aire.
El dolor en el pecho era horrible, espantoso, como si mi corazón se hubiese despedazado en un instante y lo que quedaba se estuviese retorciendo de forma macabra y sádica.
Grité, grité intentando sacar el dolor fuera… pero el dolor no desapareció. Neru entró en mi habitación alarmada y me llamó asustada al verme en el suelo.
   - ¡¡Araya!! ¡¿Araya qué te pasa?! - sentí sus manos sujetarme y sus palabras llenas de amor intentando ayudar de alguna manera. Pero nada servía.


Aquel dolor, aquel fue el mayor dolor que sentí en toda mi vida.

martes, 5 de mayo de 2015

Capitulo 05. La Carta.

Pasó un año hasta que volvimos a escuchar la tenue risa de Dardo en casa. A diferencia de los años anteriores a su llegada, cuando mi padre y él se separaron y este no volvió a saber nada de él hasta el día que le conocí, Dardo sí fue mandando mensajeros con cartas sencillas que indicaban su paradero.

Por lo general escribía siempre a Tälasoth, pero en alguna ocasión el mensajero traía dos cartas. La primera que recibí empezaba con un cariñoso “¡Sé que no estás practicando!”, me hizo sonreír porque era verdad, descuidé un poco mi entrenamiento cuando se marchó, pero a raíz de esa carta me puse de nuevo enseguida con mis obligaciones.

La segunda carta que recibí me hablaba de los caminos tan extraños que estaba recorriendo, de las gentes que estaba conociendo e incluso de algún antiguo camarada con el que, milagrosamente, se había reencontrado.
Sus cartas no eran muy largas pero siempre me hablaban con cariño y en una de ellas incluso me confesó que me añoraba. Cuando leí aquellas palabras sentí mi corazón estremecerse.
   “En mi camino diario encuentro fuertes guerreros que vanaglorian sus hazañas en peleas callejeras, que alardean de batallas ganadas de forma sucia y deshonorable, y no puedo evitar pensar en lo afortunado que soy por tener una pupila tan pura y decente. Les miro y es ahí cuando me doy cuenta de lo que mucho que añoro tus ojos azules y la hermosa sonrisa que se ha adueñado de tu rostro”

Mis sentimientos por Dardo era complejos y desconcertantes, y a medida que pasaban los años se hacían más desconcertantes aún.


La noche que Dardo regresó, aguanté de nuevo las inmensas ganas de abrazarle, me quedé de pie junto a las escaleras y le dediqué una sonrisa.  Él me guiñó un ojo y abrazó con fuerza a mi padre.
Aquella fue la primera noche que dormí del tirón desde que se marchó.

Los días, las dekhanas, los meses fueron pasando, tantos y tan largos que en un abrir y cerrar de ojos cumplía los veinte sin que apenas nadie se hubiese dado cuenta. Mis viajes con Dardo se habían incrementado, le acompañaba en recorridos cortos siempre en la búsqueda del mejor aprendizaje, o de lecciones de fe.
Dardo era incondicional de la guerra. Absolutamente todo lo envolvía en el credo de la batalla, el honor y la estrategia. Me enseñó a mostrar respeto por mis enemigos y a no juzgar a ninguno de ellos por su apariencia, me enseñó a no ser impulsiva y a pensar con la cabeza mis movimientos, me enseñó a disfrutar en un combate cuerpo a cuerpo y a eliminar el miedo en mi interior… y a todas esas lecciones debíamos sumarles las de la meditación y la búsqueda del equilibrio interior. No existía el día en que no tuviéramos algo que hacer.

Creo que fue la suma de todo aquello lo que hizo que mi corazón se volviese loco. ¿Le amaba? Ni yo lo sabía, era un sentimiento tan extraño… Cuando le miraba, sonreía contenta por tenerle a mi lado. Cuando era él el que me miraba, al final me perdía en esos ojos azules tan hermosos. Cuando me tocaba, sentía cómo la fuerza recorría el lugar dónde sus dedos me habían rozado.
Se lo conté a mi madre, necesitaba exteriorizarlo de alguna manera y, en realidad, su tenue risa le quitó toda la importancia que podía tener.
   - No es amor eso que describes – me dijo – sino admiración. Dardo te está dando aquello que te completa en la vida, te empuja y te guía por un mundo desconocido, te enseña y te muestra el verdadero significado de lo que te rodea. Cuando le miras, no le ves como un hombre al que entregarías tu más preciada posesión, sino como aquel que te ha abierto los ojos y te ha mostrado la verdad.
   - Entonces, ¿por qué siento estas ganas de abrazarle o me estremezco cuando se marcha y tarda un tiempo en regresar?
   - Cariño, porque cuando alguien te importa, cuando creas un lazo fuerte con otra persona, te preocupas. ¿Crees que tu padre y yo no sentimos eso por ti? Cada vez que te has ido con él mi corazón ha estado en tensión constante hasta que habéis regresado.

Aquella conversación me ayudó más de lo que creí. No volví a estar tensa ni a sonrojarme cuando se me acercaba. Empecé a mirarle sonriendo y las veces que se daba cuenta se sorprendía y siempre me respondía con un “¿…Qué?" Yo reía y me metía con él.
Fue el mejor año desde que le conocí.


Pero entonces llegó aquella carta y lo cambió todo.


Los orcos había atacado las puertas de Sundabar, una de las ciudades del reino, relativamente cerca a nuestro hogar. Los grupos de batidores se habían adentrado en los bosques y habían encontrado campamentos y campamentos, cientos de orcos, decenas de clanes distintos que se habían unido con un único propósito.
La noche que mi padre regresó a casa de la escuela con aquella carta, ninguno dormimos. El consejo de Sundabar había enviado mensajeros a todas las poblaciones cercanas pidiendo ayuda. Los profesores de la escuela se preparaban para el viaje a través de un portal que crearían y mi padre vino a despedirse.
   - Ignoro lo que nos encontraremos allí y cuánto tiempo estaré fuera. Debéis ser fuertes y estar unidos, no tiene pinta de que vaya a ser un malentendido desafortunado…
   - Mi amor, déjame ir contigo…
   - No Neru, necesito que te quedes y cuides de Araya… necesito que estés a salvo…
   - Entonces no hay tiempo que perder, debemos partir de inmediato – Dardo se colgó las armas y mi padre le dedicó una mirada severa.
   - El mensaje era para los arcanos, Dardo.
   - El mensaje era para todo valiente que pueda y quiera enfrentarse a esas criaturas. Seré el mejor guerrero que tengan en esa maldita ciudad y se sentirán afortunados cuando me vean.
   - ¡Entonces yo también iré! – me levanté de la silla y fui hacia mi arma, pero Dardo fue tan rápido como acostumbraba y detuvo mi mano antes de que rozase la empuñadura.
   - No – su voz sonó tan tajante, tan severa… nunca pensé que una simple palabra pudiese frenarme como lo hizo.
   - Dardo, los arcanos no te dejarán entrar en la escuela.
   - ¿Y para qué diablos tengo un hermano entre ellos? Si al final no servirás para nada – él reía, pero en sus ojos había visto la preocupación – Si no me dejáis ir con vosotros soy perfectamente capaz de llegar a Sundabar caminando.
   - Está bien, está bien, pero calla ya de una vez – mi padre se giró y besó a mi madre con tanta pasión y con tanta intimidad que me dio vergüenza mirar.

Dardo salió de la casa y se puso a hacer estiramientos. Yo le seguí, me sentía incómoda mientras mis padres seguían besándose y se susurraban cosas que di gracias de no poder escuchar. Le miré y por primera vez no supe qué decirle. Él se acercó y me abrazó.
   - Perdóname, a veces olvido que ya no eres una chiquilla – dudé unos instantes pero al final le apreté con fuerza contra mí.
   - Podría ir contigo…
   - Podrías… pero si vienes me quitarás toda la diversión, niña – se separó un poco y me sonrió con dulzura, se quedó mirándome y respiró hondo mientras me acariciaba el rostro – Yo también necesito que estés a salvo, Araya… Confía en mí, y en tu padre… y por todos los dioses, ¡no llores! – sonrió de nuevo mientras limpiaba la lágrima que caía por mi mejilla.
   - No hagas ninguna estupidez, tienes mucha tendencia a hacerlas… eres lo más importante que tengo… ¡y si no vuelves te odiaré por toda la eternidad! – él sonrió como nunca lo había hecho, fue una sonrisa plena, pude ver en sus ojos cómo mis palabras le habían llegado hondo. Me besó en la frente y me abrazó de nuevo.
   - Tú también eres lo más importante, niña – se separó, chocó su frente contra la mía y me soltó –. Pero he de admitir que tu odio eterno sería algo digno de ver.
   - Dardo ¿estás listo ya?
   - Hermano, yo nací listo. Eres tú el lento, me han salido canas de esperarte.


Mi padre y mi maestro se alejaron en la oscuridad de la noche hacia la escuela de magia. Mi madre me apretó con fuerza la mano mientras los miraba alejarse, y yo me pregunté, al mirarla, si debería sentir el mismo miedo que veía reflejado en sus ojos.

Seguiremos soñando

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