miércoles, 27 de octubre de 2010

III. Legado (final)

Desperté de mi trance con violencia, agarrándome el pecho de la camisa, incapaz de respirar. Una vez más era imposible completar dos horas seguidas de meditación, pues el dolor cada vez era más fuerte. Me oprimía y me dejaba sin aliento.

De nuevo tosí, tantas veces que sentí mi garganta rasgarse. Alargué la mano intentando llegar al bastón que tan humillantemente me mantenía en pie. Me apoyé en él y caminé, sin dejar de toser, hacia el exterior.

El frío de la noche golpeó mi rostro y, una vez fuera, pude respirar con tranquilidad, aunque continué agitado por la experiencia. Esa noche no había luna y eso entristeció mi corazón, por alguna razón, desde hacía tiempo sólo encontraba consuelo en ella.

Escuché que alguien me llamaba desde la otra entrada de la casa. Su voz se clavaba en mi mente, perforándola, como la balada de una ninfa. Su dulzura se me había contagiado y el cariño que había conseguido crearme era casi inexplicable. Adoraba a esa muchacha, no solo su talento me había impresionado, sino sus historias, su risa, su carácter y su corazón.

Era demasiado trasparente ante mis ojos, por eso supe que esa noche estaba feliz, no iba a preocuparla por un poco de tos.

Aluriel no dejó de hablar durante toda la cena. El estoque nuevo y la historia que traía consigo eran dignos de toda una obra de teatro. Esa noche estaba radiante… esa noche era toda una arquera arcana.

Me besó en la mejilla antes de irse y me recordó que el té se haría malo si no lo usaba pronto. Sonreí. Me sorprendía que siempre estuviera pendiente de esas nimiedades.

Cuando la puerta se cerró volví a palparme el pecho. No me había vuelto a doler, y lo cierto fue que agradecí no sufrir otro ataque con ella delante. Seguramente no sería agradable de ver.

Lo mejor sería despejarme un poco, algún tiro a algún blanco lejano me ayudaría a ver las cosas con mejor perspectiva y encontrar una solución. Me colgué el arco a la espalda y con la ayuda del viejo bastón caminé hacia el bosque profundo.

Había un pequeño árbol perfecto para practicar y pensar. Varias frutas colgando de las ramas serían los blancos idóneos en esta situación… tampoco iba a ponerme a matar pájaros por no poder meditar…

Tomé a Ycanese Cavilwe entre mis manos… pero no sucedió nada.

Solo entonces volvió el dolor. Suerte que estaba aquel árbol, sino hubiese caído desplomado al suelo. Me apoyé como buenamente pude, apoyando la frente en el tronco, cerrando los ojos, luchando por soportarlo.

Esta vez duró poco, pero al toser escupí sangre y manché la mano que me cubría la boca. Miré el arco, ahora una rama curvada que reposaba inerte en mi mano. Desvié la mirada a la sangre que había escupido y de nuevo al arco. Entonces recordé las palabras de mi maestro.


El día que el arco deje de vibrar en mis manos, será porque mis días han llegado a su fin… Ycanese Cavilwe lo sabrá y esa será su señal de que debo legarlo…”

El silencio sepulcral golpeó con fuerza aquel bosque, ni los pájaros más revoltosos se atrevieron a quebrantarlo. Ahí estaba el momento, la señal. Él lo había sabido incluso antes que yo. Lo que creía un resfriado agraviado por la edad, iba a suponer mucho más para mí.

Era el fin. Corelon me esperaría en el más allá con los brazos abiertos… al menos estaba seguro de eso.

Me dejé caer arrastrando la espalda por el tronco, hasta quedar sentado en el suelo. Mis dedos aún sujetaban aquel arco, antaño poderoso y mortífero en mis manos. Ahora, cualquiera que pasase por allí tan solo vería a un elfo anciano recorriendo el último tramo de su camino, con un bastón y una rama inútil entre sus cosas.

La luna asomó entre las nubes. Yo creía que esa noche se había escondido, pero allí estaba, oculta entre las sombras luchando por salir de ellas, victoriosa una vez más. Su luz me iluminó y, por alguna razón, la rama curva absorbió aquella luz haciéndola suya, iluminando mi oscuridad aun cuando la luna volvió a desaparecer.

Quizá fue el destino o pura casualidad, pero aquello me hizo verlo claro definitivamente. Mis días se consumían y ahora, que el legado continuase, estaba en mis manos.

Ella no sólo se lo merecía por haber sido mi pupila, sino ahora también porque su amada luna así lo quería.

II. Maestro

Las pisadas del camino seguían siendo difusas ante cualquier ojo. A pesar de mis años y mi discapacidad seguía siendo capaz de no dejar rastro alguno. Ni el mejor de los exploradores podría encontrarme allí, oculto entre aquellos matorrales, tras los árboles que rodeaban la villa de Khelb, cerca de Argluna… en la Marca Argéntea.

Los años en el ejército de Bosque Alto habían llegado a su fin tras mi “accidente”. A pesar de seguir siendo el mejor con el arco, mi cojera me impedía seguir el ritmo en la mayoría de las ocasiones y ello me había convertido más en un lastre que en una ayuda.

La noche que partí de mi hogar fueron muchos los que me despidieron, quisieron darme todo tipo de provisiones, pero yo solo necesitaba a Ycanese Cavilwe, mi arco era lo único que aún me mantenía con vida. Puede que fuera un elfo cojo, un pobre desgraciado que ahora debía ayudarse de un triste bastón para caminar, pero seguía siendo un arquero arcano, eso nadie podía quitármelo.

Había dejado de contar los años allí, rodeado de mi soledad, cuando la vi. Apareció totalmente llena de sangre pero sonriente, vendada hasta casi los tobillos con un pequeño y fino arco mal puesto en la espalda.

Sus cabellos, aun tintados del rojo carmesí, se distinguían dorados y brillantes, su piel pálida contrastaba con sus ojos negros, y sus extremidades delgadas me dieron el último detalle para saber que era una arquera.

Las gentes de Khelb nunca había reparado en mí, sin embargo aquella jovencísima elfa recayó en mi presencia casi al instante. Creo que fue la dulzura de su sonrisa y su mirada sincera lo que me empujó a acercarme.

- Toma, esto te ayudará a cicatrizar las heridas – le ofrecí uno de los pequeños brebajes que preparaba yo mismo, con algunas plantas del camino. Ella sonrió de nuevo y lo tomó con extremado cuidado.

- Sois muy amable, caballero – reí ante aquel título.

- Llámame Dharion.

- Un placer, Dharion, mi nombre es Aluriel.

- No quisiera ser indiscreto pero… - la miré de arriba abajo, sus ropas aún goteaban aquel líquido metálico al sabor - ¿De dónde sales, muchacha?

- Oh… bueno, parece que los gigantes del Paso tienen una buena estrategia montada para enfrentarse a arqueros… pero fui mejor – sonrió triunfante.

- Es evidente – sonreí, quizá por el contagio de su frescura o quizá por sentirme cómodo, después de tanto tiempo, al hablar con un extraño - Así que arquera ¿eh?

- Así es, y tengo intención de ser la mejor arquera del norte, quizá la mejor de todo Faerun – rió con dulzura, consciente de lo mucho que exageraba.

- No intentes abarcar tanto, el camino del arquero es duro y difícil.

- Lo sé, pero no temo al camino. Selune siempre lo iluminará para mí, incluso en las noches más oscuras.

- Ah, sí, la luna argéntea siempre está ahí arriba, observándonos.

- Decidme, ¿sois arcano? – miró con cierto rechazo el bastón.

- Me temo que más bien soy un lisiado – la sentí incómoda, quizá avergonzada. Eso me hizo reír – Tranquila, hace mucho que soy cojo y eso no me impide continuar – le guiñé un ojo.

- Vaya, por vuestro porte y manera de hablar, hubiera jurado que erais más que…

Seguramente hubiese acabado la frase con un “mendigo”, “campesino” o algo similar, pero se limitó a sonrojarse, arrugar la nariz y mirar al suelo.

- Todo guerrero toca techo algún día. Tú no serás joven y bella eternamente, a pesar de la longevidad de los nuestros. No tendrás el pulso firme ni la mente despejada como ahora, ni siquiera la puntería. Antaño fui arquero, uno de los grandes del ejército al que servía. Pero mi accidente lo cambió todo.

- ¿Uno de los grandes?

- Un arquero arcano.

Aluriel palideció y abrió tanto los ojos que creí que se le saldrían de las cuencas si forzaba un poco más. Yo la miré extrañado esperando alguna palabra, pero tan solo se quedó callada, mirándome.

Supuse que estaría sorprendida, al fin y al cabo eran muchos los reinos donde los arqueros arcanos tan solo éramos una leyenda, un mito. Y allí estaba aquella chiquilla, frente a uno de ellos. Quizá no el mejor que pudiera encontrarse… pero me daba la impresión que a ella le bastaba.

Durante los siguientes meses, Aluriel me visitó en incontables ocasiones. Siempre me pedía que le contase historias sobre las guerras libradas, sobre mi aprendizaje. Me enseñó sus dotes como arquera, competimos en alguna ocasión, como un juego. Ella cantaba casi todo el tiempo, canciones antiguas sobre amores deshechos, sobre gentes que no conocía, al parecer cercanos a ella, y sobre su amada Selune. En todas sus baladas siempre había algún verso para ella.

Sin embargo, la noche que recuerdo con más cariño, fue la que entonó una canción sobre mí. Su voz se mezclo con el susurro del viento y con las notas de aquel pequeño laúd que siempre dejaba en mi casa. Esa fue la noche que me decidí. Fue la noche que le hice una de las preguntas más importantes en su vida. Cuando cambié el rumbo de su camino predeterminado.

- Dime, Aluriel ¿quieres convertirte en arquera arcana? – ella sonrió y asintió firme, decidida –. Debo advertirte, quizá no seas capaz de dominar este arte – arrugó la nariz, un gesto que me encantaba –. Pero tranquila, si no creyera que puedes hacerlo, no te convertiría en mi pupila.

Apoyada en una mesa, sobre un soporte dorado, descansaba una rama curva que, a ojos de aquella elfa, solo había sido una decoración más en la casa.

Ninguno de los dos lo supimos pero, en el preciso instante en que Aluriel se convirtió en mi discípula y yo en su maestro, Ycanese Cavilwe vibró durante una milésima de segundo, y durante ese tiempo, su cuerda mágica se hizo visible a cualquier ojo.

I. Pupilo

Sangre.

Incluso me costaba enfocar la vista por el líquido rojo carmesí que impregnaba casi todo mi cuerpo. Mis ropas se habían oscurecido, mi pelo se pegaba a la piel mientras finas hileras chorreaban por mis mejillas, barbilla, hombros y espalda. Limpiarlo de la cara solo era una forma de marcharme aún más… aquello era una carnicería en toda regla.

Busqué a mis camaradas con la mirada, pero eran tantos… tantos los rostros enfurecidos, tantas las batallas particulares que se estaban librando, tantos los miembros amputados que salían despedidos… que poco pude diferenciar.

Intenté hacer honor a mi famoso oído… pero las explosiones arcanas casi me habían dejado sordo… era, de pies a cabeza, un completo inútil. Mi arco había sido vaporizado, tan solo habían quedado las cenizas esparcidas por la hierba que el viento no tardaría en llevarse. En ese momento había recordado las palabras de mi maestro, cuando me dijo que debía llevar siempre algún arma de mano… por si acaso.

Yo, joven e ignorante, nunca le hice caso…

Caminé agazapado entre la maleza, intentando no ser visto. Tuve que pasar por encima de varios cuerpos, e incluso hacerme el muerto en un par de ocasiones evitando así que un grupo de bárbaros me diera caza. Al fin y al cabo, por mucho que perteneciera a ese ejército, por muy arquero de élite que me consideraran, no dejaba de ser un elfo joven y enclenque.

Hubo un brillo a pocos metros frente a mí, entre la maleza. Me acerqué cual felino, fundiéndome entre los árboles y los matorrales, esquivando a algunos enemigos o distrayendo a otros para que sus adversarios, es decir, mis camaradas, les dieran muerte. Alcancé aquella luz resplandeciente que se consumía según iba acercándome, y mi corazón se detuvo.

Ycanese Cavilwe, preciado arco, arma única, legado de arqueros arcanos durante quién sabe cuántas generaciones, yacía en el suelo junto al cuerpo inerte de mi maestro. Aquel semielfo que me lo había enseñado todo durante los últimos cincuenta años miraba sin ver al cielo, con una herida en su pecho tan grande y profunda que seguramente mi cabeza hubiese cabido en ella… La sangre rodeaba su cuerpo y dibujaba un cerco alrededor de Ycanese Cavilwe, impoluto como siempre, como si aquella muerte no fuera con él.

Recordé cuando, años atrás, había intentado usarlo. A simple vista tan solo era un trozo curvo de madera, sin cuerda tensada ni lugar donde posar una flecha. Una rama fina y perfecta, tallada quién sabe por qué manos y en qué tiempo, que solo respondía a un portador.

Claro que yo en aquellos tiempo ignoraba ese detalle, y la noche que tomé el arco “prestado” no sirvieron de nada los salmos que intenté recitar, las palabras mágicas que creí necesarias o la determinación absoluta que puse en que funcionase. Aquel arco siguió siendo una rama inútil.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando mi maestro lo tomó entre sus manos, de entre sus extremos surgió una luz blanquecina que formó una cuerda perfecta, donde sin descanso, él tensó una y otra flecha, haciendo disparos tan certeros y potentes que incluso los más veteranos en las filas quedaban boquiabiertos.

Yo siempre me sentí orgulloso de ser su pupilo.

Recordé también sus palabras, aquella noche de luna llena cuando junto al fuego me explicó el lazo de sangre que se creaba con aquel arma, cuando me explicó que mientras él respirase, mientras su alma siguiese aferrada a esta tierra, Ycanese Cavilwe no respondería a nadie más.

“No lo olvides, Dharion, el día que el arco deje de vibrar en mis manos, será porque mis días han llegado a su fin. Quizá no sea inmediato, quizá pasen unas dekhanas, pero moriré. Ycanese Cavilwe lo sabrá y esa será su señal de que debo legarlo a otro arquero arcano… a mi pupilo… a ti”

El grito amenazador me hizo volver en mí, me di la vuelta y esquivé por muy poco a un humano enloquecido que me sacaba cuatro cabezas, hacha en mano con los ojos desorbitados, sediento de mi sangre. El ruido de la batalla había aminorado, eso sólo podía significar que uno de los bandos había ganado. Nosotros o ellos, eso poco importaba, mi vida dependía de mis reflejos y mis sentidos, anulados en una batalla en la que creí no sobrevivir.

Rodé por el suelo varias veces, impotente e inútil ante aquel hombre que me asestaba uno y otro golpe sin vacilar, sin pestañear y casi sin respirar. Mi cuerpo delgado y mi destreza exquisita me ayudaron a esquivar todos sus golpes, lo cual lo enfurecía más.

Allí estaba, solo frente a aquel bárbaro, cuya única intención era acabar con mi vida. Miré de nuevo el cuerpo sin vida de mi maestro y mis ojos se clavaron solos en aquella rama inmóvil, desapercibida por cualquier ojo que no supiera de su existencia. No dudé, esa vez no. Era mi única salida, la única oportunidad que tenía.

Me lancé en un salto casi imposible, dejando sorprendido a mi atacante, caí con las manos por delante, sobre el arco, haciendo rodar mi cuerpo en una voltereta teatral. Clavé una rodilla en el suelo, alcé aquella rama firme frente a mí y saqué del carcaj, en un rápido movimiento, la flecha negra que mi maestro me había concedido años atrás.

El cielo se iluminó y la cuerda brillante fue como un rayo enviado por el mismísimo Talos. La sujeté entre los dedos mientras tensaba a la mismísima muerte y disparé.

Aquel humano solo pudo concederme una expresión de sorpresa antes de que su cuerpo cayese desplomado, con mi preciada flecha negra clavada en el corazón.

Ahora era mío, ahora estábamos ligados.

Ycanese Cavilwe, último legado.

Capitulo 16. Despedida (final)


El viento soplaba con calma aquella noche. Allí, sola en lo más alto de los Pináculos, observé el infinito dejando que me atravesara. El fin de una época había llegado.

Largos años habían transcurrido desde aquella primera noche en la que mis ojos habían visto su destello oscuro cruzarse en el camino. Largos años de guerra, de odio, de venganza, de debilidad y de coraje. Cada uno, en su momento, se habían apoderado de mí, y sólo aquella noche, ante el manto arbóreo del bosque de Nevesmortas, sabía con total seguridad, que había terminado.

Mi mente repasó la batalla durante semanas, buscando el más mínimo fallo, el más leve engaño que me llevase a creer lo que tan fervientemente creía. Pero no había nada… no encontraba nada… y eso sólo podía significar una cosa: había sucedido.

Edharae, mi eterno enemigo, mi némesis, mi opuesto… había caído. Y con él, toda la ira y el deseo de venganza que tantos años había arrastrado. Mas una pena acongojó mi alma, pues su muerte no había calmado la tristeza de mi corazón. Su muerte no me había devuelto a aquellos que había perdido bajo su mano. Su muerte, ahora, tan sólo había dejado un vacío en mi ser.

Cerré los ojos y recordé. Reviví el haz de luz que nos envolvió, un haz creado por su magia traicionera. Reviví el destello oscuro que recorrió los escasos centímetros que nos separaban, la misma muerte, disparada por mi arco, atravesar su pecho. Recordé verle hincar la rodilla en el suelo y mirarme con odio, con respeto y con alivio.

Después de tantos años, al parecer no era la única cansada de nuestro viaje privado.

Recordé cómo la oscuridad nos envolvió a ambos y que cuando la negrura se disipó su cuerpo y mi flecha se habían desvanecido, tan sólo encontré la mirada fría de Richard esperando averiguar qué me entretenía.

Él se había marchado sin dejar que aliviase su herida… una herida de la que nunca hablaríamos.

Ninguno.

Jamás.

Las nubes se despejaron y sentí unos brazos rodear mi cintura, a la par que una barbilla se apoyaba en mi hombro y unas labios cálidos besaban mi cuello.

- Llevas muchas horas aquí… ¿Seguro que estás bien? – el calor de Connor siempre me reconfortaba. Su olor, su tacto… siempre me hacía recordar lo afortunada que era.

Su enfado había sido considerable al saber que me había marchado sin avisar, y la participación de Richard en mi pequeña aventura fue algo que me costó contarle. Pero ahora había pasado, ahora volvíamos a estar juntos y ya nada oscurecería más nuestro futuro.

Ya nada…

- Tuii ha montado toda una chocolatería abajo ¿No quieres venir?

Me giré y le sonreí, besándole después mientras mis manos atraían su cuerpo hacia el mío, sintiendo su calor a través de la ropa.

- Claro, sólo déjame unos segundos más, enseguida bajo.

Connor frunció el ceño, no muy convencido. Sabía que había vuelto rara tras la pelea, pero confiaba en mí… lo veía en sus ojos.

- ¿Les diremos hoy que nos vamos? – asentí – Tuii se pondrá hecho una furia…

- Que se enfurruñe lo que quiera… una temporada en Athkatla nos irá bien.

- Sobre todo a ti – sonreí, me besó de nuevo y se marchó sin decir nada más.

Athkatla, ese era ahora nuestro destino. ¿Quién sabe si regresaríamos alguna vez?

Miré de nuevo hacia el horizonte, una vista que, seguramente, tardaría en volver a disfrutar, pero así era el destino, cambiaba, y nosotros debíamos amoldarnos a los cambios.

Suspiré y llevé la mano al pecho, la idea de irme me aliviaba, pero no sanaba la herida de mi interior. Amaba a Connor más que a nada en este plano y en todos los que existieran… pero ese amor no cubría el vacío que ese desgraciado sharita había dejado.

Por primera vez desde que era Guardiana, me sentía perdida. Toda mi vida la había basado en encontrar a ese hombre y destruírle… y ahora… ¿Ahora debía conformarme con ser una elfa más? ¿Una arquera más? ¿Una aventurera más?

Me di la vuelta, dando la espalda al horizonte. No, me negaba a ser simplemente una más. Bien fuese en Athkatla o aquí de nuevo si regresábamos, encontraría un nuevo destino, un nuevo sueño.

La luz de la luna iluminó mi cuerpo, y entre las nubes pude ver a siete estrellas brillando con fuerza, firmes y resplandecientes. Mi amada Selune tenía muchos planes para mí, tenía su ojo puesto en mis decisiones… y no pensaba defraudarla.

Largas horas pasamos disfrutando de aquella fiesta, y largas dekhanas transcurrieron sin nosotros.

Y fueron muchos los años que tuvieron que pasar, para saber que la tercera semana del quinto mes tras mi marcha, una flecha negra se encontró clavada en la corteza del árbol más alto de los Pináculos.

Una flecha negra que rezaba mi nombre…


Una flecha negra que, una vez, clavé en el corazón de un sharita.

Seguiremos soñando

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